Se siente uno como el náufrago que chapotea en las aguas al llegar su barca, destrozada, a la playa. Eso somos, náufragos en esta realidad que estamos viviendo. No es pesimismo. Es algo peor. Es la angustiosa sensación de estar perdidos. Puro naufragio.
Con la aurora no amanece un nuevo día, sino que se prolonga la larga pesadilla de una sociedad acorralada por la violencia, por los escándalos, por la corrupción, por los fanatismos enfrentados. Una sociedad desencantada de todos y de todo. Una sociedad que tiene la sensación de estarse hundiendo en la arena movediza de la desesperanza y de la desconfianza.
Entonces se piensa en echar mano de una tabla de salvación. Lo hacen todos los náufragos. ¿De quién se pega uno? Sentimos lejanos a los pastores, a los dirigentes, a los políticos, a los profetas, a los periodistas, a los que alardean de imposibles taumaturgias desde cualquier frontera espiritualista. O a los que desde el promeserismo preelectoral, electoral o reelectoral pintan paraísos mentirosos.
Tampoco nos atraen los culebreros de la felicidad. Estamos solos. No confiamos en el vecino, en el transeúnte que nos topamos en el camino. Ni en uno mismo. Lo peor, desconfiamos hasta de las instituciones que nos estructuran como pueblo y como nación.
La tentación es desertar, huir, aislarse. No ver. No sentir. Caer en esa especie de cobardía que es ser un eterno fugitivo de sí mismo, en un espectador lelo-paralelo de la asfixiante realidad.
No es fácil aceptar estar metido en la noche oscura, y más aún en la noche oscura de la actualidad, de la historia. Pero, de todas maneras, hay que afrontarla y enfrentarla. No en el anacoretismo de las evasiones, sino teniendo el valor de un gesto, por mínimo que sea, de compromiso con la realidad circundante.
Como quien dice, ser fieles a la esperanza, al futuro. A un futuro que, como ocurre siempre en un naufragio, empieza en el corazón de los sobrevivientes. Alguien se salva de morir ahogado cuando comprende y asume con arrojo que no es un náufrago, sino un sobreviviente.
La tabla de salvación de un náufrago es saber que sigue vivo, aferrarse a lo que le queda de vida. Enfrentar la angustia con la esperanza. No es un trueque mentiroso, sino un choque de lanzas. Sobrevivir es luchar.
La peor ola que hace zozobrar la barca es la autocompasión. Hay que exorcizar pesadumbres y lamentaciones. No se puede ser sobreviviente sin un mínimo de estoicismo. Tal vez eso sea el valor, el heroísmo. Y si uno es creyente, con un mucho de fe. La mejor y mayor victoria es no darse nunca por vencido. Tal vez eso sea la esperanza