El hombre de hoy vive un ansia de espiritualidad. Hundidos en el caos los individuos y las sociedades, estas y aquellos se ven urgidos a buscar nuevos horizontes interiores. Surgen, entonces, propuestas a granel que las más de la veces apenas apagan la sed primera, pero a la larga crean más desazón y angustia. Y brotan por todos lados maestros y profetas que señalan derroteros que no conducen a ninguna parte y fanatizan el único recinto que no debe ser profanado por los integrismos: la propia intimidad.
Tras los milenarismos que atormentaban a la humanidad a finales y comienzos del milenio, los mismos espejismos nos atraen: que si una nueva era, que si carismas y fervores, que si experiencias parasicológicas, que si técnicas meditativas curalotodo, que si la leyes del espíritu, etc. Para todos los gustos, para todos los disgustos. Pero la oferta de tantos y tan variados manjares estraga el apetito.
Muchos de los remedios para la angustia, que busca en las cosas del espíritu una respuesta a la tragedia de la condición humana, acaban siendo simples placebos al amparo del facilismo, de un cierto populismo religioso, de un descarado mercantilismo con antifaz de trascendencia. Placebos que, como tal, producen efectos sicológicos en el paciente pero no curan los males.
No son nuevos, por supuesto, los placebos espirituales. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que se confundía la búsqueda interior con el ascetismo. Las mortificaciones eran un placebo de la purificación del espíritu, que es algo muy distinto. O se confundía la vivencia mística con fórmulas piadosas, con beaterías e iluminismos.
Ahora el tono es otro. Paraísos de serenidad y apaciguamiento que no son, exactamente, sinónimo de plenitud espiritual. Mecanismos de meditación y de autosugestión que pueden ser instrumentos válidos de interiorización, pero no son sinónimo de oración o contemplación. Contactos con “espíritus”, comunicación con ángeles o demiurgos que apenas son experiencias fugaces en un proceso en el que hay que destruir las mediaciones si no nos queremos quedar atascados. Y no mencionemos los manuales para conseguir éxito y convertir la virtud en ficticia felicidad que atiborran el comercio editorial y que, esos sí más que otros, son descarados placebos espirituales.
En el fondo, lo que define una búsqueda espiritual, en cualquier religión y dentro de cualquier credo, es la capacidad de sinceridad consigo mismo, la constante y padecida labor de despojo interior para el encuentro de la esencia desnuda del alma con la esencia desnuda de Dios, de que habla san Juan de la Cruz. Una lucha que no es precisamente consoladora. Y que se suele dar en un contexto de “noche oscura”.
Ojo, pues, con los placebos para el espíritu.