Los libros que han tenido una vida apacible, que han sido queridos por sus dueños, marcados y comentados con letra impecable, solo tienen las arrugas propias de la edad.
Me gustan los libros que, además de un contenido anhelado, también cuentan cosas apenas abrimos sus páginas. Un libro, con el pasar de los años, acumula batallas, se impregna de olores, guarda dentro de sus hojas, que son como bolsillos, pedazos de vida, heridas que han madurado con el tiempo.
Un viejo librero me contó que cuando era joven buscó desesperadamente un librito de Stefan Zweig, La lucha contra el demonio. Después de perder la esperanza lo encontró en un “agáchese” de domingo por Guayaquil, debajo de las revistas pornográficas. Olía a caca y en la cubierta apenas se veía el nombre, al fin lo había encontrado. Aunque lamentó la vida de mierda del libro, no le importó, lo leyó con tapabocas y un puntico de alcohol en su nariz.
Algunos libros, al igual que los seres humanos, han sufrido más que otros y apenas los vemos con las páginas ajadas, con las consecuencias de una polilla extinta, con rastros de parafina o de sangre, de humedad o exceso de sol, podemos suponer su recorrido, la vida del sobreviviente. Los otros, los libros que han tenido una vida apacible, que han sido queridos por sus dueños, marcados y comentados con letra impecable, solo tienen las arrugas propias de la edad, ¡libros pinchados estos!
En un libro que ha vivido encontramos el pasado. Un sello azul de la librería La Pluma de Oro, cuando su dueño era Guillermo Johnson en la década del treinta, hace que imaginemos cómo sería ese lugar de la carrera Carabobo con Ayacucho. Lo mismo pasa con la Librería Aguirre, en cuyos libros ponía un sello de papel con un tridente de manos y cabeza. Los libros son testigos de una época.
No faltan los libros que guardan pedazos de papel con teléfonos, cartas, recibos de pago, fotografías, recordatorios, cabellos que se fueron quedando dentro de las páginas, una tarjeta costumbrista hecha con retazos de tela que deseó felices pascuas en 1950 y que, justo hoy, reposa en el mismo lugar donde la encontré: A la sombra de las muchachas en flor, ocultando la frase que dice: “Cuando uno empieza a querer se pasa el tiempo en preparar las posibilidades de una cita para el día siguiente, pero no en averiguar en qué consiste el amor”.
Los libros dicen tantas cosas, incluso, cuando “no los leemos”. A veces, me siento en mi biblioteca y miro los lomos, abro alguno al azar y me regocijo pensando en lo mucho que han tenido que vivir mis amigos para que estén hoy a mi lado. Termino con un fragmento del diario de Papini, que subrayé suavemente con lápiz hace varios años y que será, para alguien, el rastro de algo: “Llega el cajón de los libros. Me parece tener, aquí, en un montón, el arte y la sabiduría del mundo entero: libros bien escogidos y que tendré tiempo de rumiar solitariamente”