<img height="1" width="1" style="display:none" src="https://www.facebook.com/tr?id=378526515676058&amp;ev=PageView&amp;noscript=1">
x
language COL arrow_drop_down

Reacciones tardías

Han tenido que pasar veintitrés años para escribir esto, veintitrés años para sentir la indignación que no me permití sentir en el pasado.

03 de septiembre de 2023
bookmark
  • Reacciones tardías

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

A los veintiún años creía tener todas las de ganar: era joven, el promedio de mis notas universitarias jamás bajó de 4.6 y me moría de ganas por trabajar. Debí leer con más atención a Wilde: «La mujer siempre tiene las mejores cartas y siempre pierde la partida». Ignorando lo anterior, empecé mi práctica universitaria en la Alcaldía de Medellín. Casi todos los jefes, secretarios de despacho y asesores externos eran hombres. Yo tan solo era una presa fácil.

Un día convocaron al equipo de comunicaciones a una reunión con un conocido asesor en relaciones públicas. Minutos antes de empezar, mi jefe me pidió sacar unas fotocopias. Cuando finalmente pude entrar al recinto de la reunión ya todas las sillas estaban ocupadas. Me quedé de pie, junto a la puerta, encartada con una montaña de papeles en las manos. El asesor me vio e inmediatamente me pidió que me acercara, quería cederme su silla. Tan querido, tan caballero, pensé mientras caminaba a recibirle el puesto. Cuando estuve frente a él no se puso de pie, en cambio, dijo señalándose las piernas: «Siéntese pues». La erección se le adivinaba debajo del pantalón. Reía orgulloso, no sé si del chiste o de la erección. Cada vez hablaba y reía más duro, insistiendo en que me sentara. Mis compañeros no tardaron en oírlo y comenzaron a reírse también. Las únicas dos mujeres del equipo apretaron la boca y se quedaron calladas. ¿Quieren saber la Sara de veintiún años qué hizo? La Sara de veintiún años sonrió. Sonrió aunque quería llorar. Sonrió en vez de hacerse respetar. Sonrió porque necesitaba el trabajo y no quería que sus compañeros pensaran que era quisquillosa y amargada. Sonrió para convencerse de que no era tan grave, había enfrentado situaciones peores que nunca le contó a nadie porque pensaba que eran culpa de ella. Wilde tenía razón: yo tenía buenas cartas y, sin embargo, había vuelto a perder. Por supuesto aquella noche me fui de fiesta y al día siguiente seguí mi vida como si nada.

Han tenido que pasar veintitrés años para escribir esto, veintitrés años para sentir la indignación que no me permití sentir en el pasado. Leyeron bien: veintitrés. Que le quede claro a quienes desconfían de la reacción tardía de Jenni frente al beso de Rubiales (¿tardía?, pero si a ella le tomó horas entender lo que a mí me tomó más de dos décadas). Lo que ocurre es que las mujeres nos demoramos en detectar las agresiones porque pasaron años convenciéndonos de que eran normales. Años haciéndonos sentir histéricas o exageradas si protestábamos. Años creyendo que el problema era nuestro cuerpo y no la falta de control del de los demás. Años con pena de denunciar o de hablar al respecto. Años pensando que la carrera y el trabajo dependían de nuestro silencio.

En lo que a mí respecta le pido perdón a Jenni. Su confusión sobre cómo manejar este suceso y, su falta de contundencia inmediatamente se produjo, es culpa también de todas las que pasamos por lo mismo en el pasado y no denunciamos. Culpa de un sistema diseñado para agredirnos y acallarnos. Pero ya no: #Seacabó

Sigue leyendo

Te puede Interesar

Regístrate al newsletter

Acepto el tratamiento y uso del dato Personal por parte del Grupo EL COLOMBIANO*