Aunque volvamos la cara, una muerte cercana acaba siendo el memento mori, el “acuérdate de que vas a morir” de los romanos. Nos lo susurra detrás del corazón esa vida que se fue . Y es lo que tal vez nos dicen a sotto voce las esquelas mortuorias que aparecen a diario en los periódicos.
Por eso, se me ocurre que, por zozobrante que sea, mirar las esquelas no deja de ser ocasión propicia para pensar en la muerte, en esa realidad angustiosa y consoladora que se enreda entre los conceptos del tiempo y la eternidad. Pienso, entonces, en la muerte, más que en el muerto del que me ha tocado despedirme.
Descubro, al olfatear muertes y agonías, como le gustaba al maestro Fernando González, que uno puede controlar todos sus sentidos, menos uno: el olfato. Y que este me permite oler el aroma del tiempo. El recuerdo del ser querido fallecido huele a cirio encendido, a incienso quemado, a entierro. Son aromas que se pegan a la piel. O al alma. El olor de la fugacidad.
Experimentar la fugacidad de la vida es como encontrarse, de un momento a otro, en un templo vacío. Por eso, por más esfuerzos que hagamos para eludir la trascendencia, la vivencia del tiempo tiene un matiz religioso. Dios anda por
ahí, merodeando. Desde la fe o desde el ateísmo, desde la credulidad sembrada de supersticiones o desde el escepticismo con poses de cansada soberbia, el aroma del tiempo quemado es también aroma de eternidad.
Pero al hablar de muerte y eternidad no nos dejemos enredar por dicotomías y conceptos contrapuestos. Tiempo y eternidad son realidades distintas, pero no opuestas. Es más: de tal manera se imbrican en la vivencia del ser humano que, en una concepción sencilla del más allá, la eternidad empieza ahora, aquí, en el tiempo. Y este, el tiempo, se hace plenitud en lo eterno.
La verdad es que vivimos en vísperas de lo eterno. La vida es eso: el día antes de la eternidad. Pero en vez de embriagarnos enfermizamente con el aroma de incienso quemado de la fugacidad, olfateemos a fondo las rosas que nacen cada día.
Tan bellas y fragantes por efímeras.
“Efímero”, le dijo el Geógrafo al Principito de Saint-Exupéry, “significa que está amenazado por una próxima desaparición”. “Menacé de disaparition prochain”. Tal vez sea mejor traducir este “menacé de...” como: “a punto de”. Ser efímero es estar a punto de desaparecer. Qué bella, aunque dolorosa, es la fugacidad en esta orilla del tiempo que es la vida. Ser efímero es estar amenazado de eternidad. Estar a punto de ser eterno. Para un cristiano es, debería ser, estar amenazado de resurrección. A punto de resurrección