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Besos, hongos verdes y trenes

Aprendí que en el mundo real no hay tres vidas sino una y cuando se pierde es para siempre. Que toca seguir adelante, sin atajos, sin monedas suspendidas al aire.

24 de marzo de 2024
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  • Besos, hongos verdes y trenes
  • Besos, hongos verdes y trenes

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

No me da pena admitir que hubo una época en mi vida en la cual pasé una enorme cantidad de tiempo jugando Nintendo. Eso es lo que ocurre cuando creces en los ochenta y tus cuatro hermanos son hombres. Antes del Nintendo nuestra jerarquía como manada se regía por la ley del más fuerte, entonces peleé a patadas por mi lugar, hasta que llegó el día en que tuve que resignarme a mi inferioridad física. La resignación me tomó tiempo y me granjeó varias cicatrices que aún conservo. Lo bueno de los videojuegos es que ofrecían las mismas oportunidades para todos, las mismas vidas, la misma posibilidad de repetir mundos hasta ser capaz de pasarlos. Ganar o perder dependía de la pericia, la sagacidad y la inteligencia del jugador, no del género o de la fuerza física.

Mi película favorita era Mario Bros. Recuerdo que uno podía elegir el personaje con el cual quería jugar y, aunque existía la opción de elegir a una princesa rosadita con nombre de melocotón, yo siempre elegía a Mario. La princesa me parecía delicada y su vestido demasiado inapropiado para la acción. De tanto jugar me volví una experta a la que los demás contendores admiraban, eso me mostró que el respeto ganado a pulso es más genuino que el conseguido a patadas. Aprendí a persistir, a intentar avanzar con las únicas tres vidas que el juego proporcionaba, más las que lograba sumar comiendo hongos verdes y cogiendo monedas. Sin ninguna modestia voy a contar algo de lo que todavía me siento orgullosa: fui la primera en terminar Mario Bros 8. Una crisis de asma me obligó a quedarme en casa cuatro días y la mamá me permitió instalar el Nintendo en mi cuarto para que no me aburriera. Supe que, a veces, de lo malo puede salir algo bueno. En semejante quietud, pude dedicarme enteramente a mis dos actividades preferidas: Leer Mafalda y jugar Mario Bros. Ocurrió en la mañana del cuarto día: vencí al último dragón del último mundo y liberé a la princesa. Tanto trabajo y tiempo invertido sólo para verla agradecerle a Mario con un beso. Ese día apunté en mi diario: si uno espera a que otros lo salven, corre el riesgo de tener que besar al primero que lo haga.

Lo que no me enseñaron los videojuegos lo entendí después a golpetazos cuando la muerte llegó a nuestra casa sin siquiera tocar la puerta. Aprendí que en el mundo real no hay tres vidas sino una y cuando se pierde es para siempre. Que toca seguir adelante, sin atajos, sin monedas suspendidas al aire, sin un botón de pausa que pudiera oprimir a mi antojo. Que si me rendía pasarían de largo frente a mí oportunidades, personas, situaciones, trenes que ya no podría abordar. Lo recordé hace poco con estos versos de Wislawa Szymborska: “En esta escuela del mundo/ Ni siendo malos alumnos/ Repetiremos un año/ Un invierno/ Un verano”. Saber esto es una forma de abrir los ojos, de abrazar cada vez como si fuera la última vez; de obligarme a tomar un tren aunque la mayoría del tiempo ni siquiera sepa a dónde me va a llevar.

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