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¿Cuáles ruidos?

En la noche puse atención y oí los halcones reídores, los pájaros bruja, los truenos, las ranas y los millones de grillos, todo al mismo tiempo.

hace 5 horas
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  • ¿Cuáles ruidos?

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

El otro día le comenté a un vecino sobre la cantidad de ruidos que hay últimamente en el vecindario. Vivimos en una calle ciega que solía ser bastante tranquila, así que estaba dispuesta a quejarme del exceso de guadaña y su sucedánea, que es aún peor: la sopladora de hojas. Estoy segura de que hay un lugar en el infierno para el inventor, los vendedores y los usuarios de semejante artefacto. También iba a quejarme de las hidrolavadoras, las motosierras y las fiestas que abusan del volumen de la música sin que haya policía ni ley contra el ruido que haga apagarlas. O del vicio de la alcaldía de tapar huecos y arreglar calles a medianoche para evitar el colapso del tráfico durante el día porque, claro, es más importante la movilidad que el descanso, pero antes de despachar mis descargos, el vecino hizo una pregunta que me dejó de una sola pieza: ¿Cuáles ruidos? O yo estaba loca o mi vecino estaba sordo.

Cuando al escritor David Foster Wallace lo invitaron a dar un discurso de graduación en la Universidad de Kenyon contó una historia sobre dos peces jóvenes que se encontraron con un pez mayor nadando en la dirección contraria. Después de saludarlos el pez mayor les preguntó: «¿Cómo está el agua?». Los peces jóvenes se miraron extrañados y siguieron avanzando, al cabo de un rato, uno le preguntó al otro: «¿Qué demonios es el agua?». Supongo que lo mismo le pasa a mi vecino.

A los que sí nos molesta el ruido sólo nos queda una opción: irnos. Yo, por ejemplo, llevo varios días aislada en medio de la naturaleza, en un lugar al que aspiro venirme a vivir. Recién me ocurrió algo curioso: grabé un video del paisaje y se lo mandé a una amiga que se quedó impresionada por la cantidad de bulla. ¿Cuál bulla? pensé, entonces me encerré en un baño y reproduje el video. Resultó que mi amiga tenía razón: las chicharras eran ensordecedoras, se oían decenas de pájaros cantando, las caídas de agua golpeaban contra las rocas y el viento zarandeaba las ramas de los árboles, la algarabía de las loras era impresionante. En la noche puse atención y oí los halcones reídores, los pájaros bruja, los truenos, las ranas y los millones de grillos, todo al mismo tiempo. ¿Por qué esa «bulla», lejos de molestarme, me hacía sentir tan bien?

Alguna vez leí que los seres humanos hemos pasado el 99,9% de nuestra evolución en ambientes naturales, eso quiere decir que nuestro cerebro evolucionó en medio de paisajes plagados de dichos sonidos, por eso los percibe como algo natural inscrito en la memoria colectiva de la humanidad, algo ligado a conexiones emocionales profundas y antiguas ocultas en algún lugar de nuestra inconsciencia. Es muy antinatural —y muy triste— que nuestro paisaje sonoro moderno sean los motores de los carros, las guadañas y las sopladoras; sean las fiestas ajenas, los celulares ajenos, la pólvora y el murmullo de la televisión encendida, incluso cuando nadie la está viendo; pero lo más triste de todo es que a mucha gente no le molesta el ruido por la sencilla razón de que ya ni siquiera lo oye.

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