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La comunicación más profunda, la más honesta, la más íntima entre dos personas, a veces, prescinde del lenguaje directo.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Como trabajo con palabras soy la menos indicada para decir esto, pero igual voy a decirlo: la comunicación más profunda, la más honesta, la más íntima entre dos personas, a veces, prescinde del lenguaje directo. Las miradas, los gestos y las acciones tienen el poder de remplazar hasta el discurso más elaborado. Ocurre con amigos muy cercanos, con familiares con los cuales compartes un vínculo demasiado estrecho y, en mayor medida, con la pareja. Al respecto, escribió Manuel Vilas en Ordesa: «Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobrentendidos, tiene solamente dos hablantes». Es un idioma, además, lleno de gestos y silencios con un significado profundo. Lo verdaderamente importante puede decirse sin que lo digas de manera explícita. Cocinarle a alguien su comida favorita, por ejemplo, es una forma de expresarle cariño. En el discurso de recepción del premio Nobel de literatura, Herta Müller contó que cada mañana, antes de salir a la calle, su madre siempre le preguntaba si había empacado un pañuelo. Por supuesto ella nunca lo empacaba porque oír la pregunta era oír a su madre diciéndole, día tras día, cuánto la quería. «Todas las mañanas me encontraba delante de la puerta: una vez sin pañuelo y la segunda con pañuelo. Y entonces ya sí salía a la calle, como si llevando el pañuelo también viniera mi madre conmigo», dijo.
En mi casa, por ejemplo, nos mandamos mensajes a punto de chocolatinas. Suelo mantener el nochero lleno de ellas, sin embargo, desaparecen antes de que pueda comerlas. «¿Has visto la de chocolate amargo?», le pregunto a mi novio. «Yo me la comí», responde. «¿Y la que tenía un tucán en la caja?». «También, por cierto, estaba deliciosa». «Supongo que pasó lo mismo con la de choclate blanco», vuelvo y pregunto. «Si, pero tranquila, yo te las repongo todas». Lo peor no es que mi novio se coma las chocolatinas, lo peor es que, en efecto, las repone sólo para volver a comérselas. Él no compra para no comer, pero se come las que yo no compro para darle la oportunidad de reponerlas. Es curioso como cada quien tiene su forma de afrontar las tentaciones. Él simula no comer comiendo y yo simulo comer sin comer. Al final, el gesto no es más que otra manera de expresarnos la complicidad que nos ha dado tantos años de convivencia. La escena funciona y se perpetúa porque yo confío en que él va a comprar las chocolatinas, tanto como él confía en que yo las mantendré en el nochero para cuando él se antoje de ellas. Está claro que, en nuestro lenguaje privado, una chocolatina es mucho más que una chocolatina. Por eso hoy que está cumpliendo años le deseo muchas chocolatinas por comer y muchas por comprar que es lo mismo que desearle muchos años a mi lado llenos de complicidad, de confianza y, sobre todo, de dulzura.