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... Y lo que me pasaba era que, detrás de los momentos más sobrecogedores de la vida, uno siempre llora porque tiene miedo de no volver a sentir tanto, de que no haya más fragmentos de vida dignos de ser eternos.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Lo que más me impresionó cuando entré a la universidad es que una de mis compañeras rondaba ya los treinta, estaba casada y tenía dos hijos. Desde la primera clase fuimos inseparables. Luego la vida nos la puso difícil: se separó, se volvió a casar, tuvo tres hijos más, se mudó a otro país y luego a otro, se convirtió en abuela. Esa amiga se llama Victoria y casi nunca puedo verla. Hemos estado, a veces, muy unidas y a veces muy alejadas. Cuando publiqué mi primera novela tomó un avión sólo para estar conmigo en el lanzamiento. Hace unas semanas tomó otro para acompañarme en el lanzamiento de la última. Vino a mi casa antes del evento y luego nos fuimos juntas en el mismo taxi. El tráfico era un infierno, estaba lloviendo, la ciudad era un caos porque el metro estaba malo, pero nada de eso nos importaba porque hacía mucho que no nos veíamos y teníamos cosas importantes para contarnos. Al día siguiente me escribió un wasap: «Quisiera congelar en el tiempo ese viaje en taxi». Si pudiera, yo también lo congelaría, me habría quedado a vivir en él. Recordé a Wilde cuando dijo: «Podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y de repente toda nuestra vida se concentra en un instante». Nosotras no íbamos en un taxi, nosotras estábamos creando un fragmento para la eternidad.
Suelo pensar mucho en los instantes donde la vida se concentra, de tal manera que parece caber en el bolsillo de la chaqueta. «Son breves y temporales, igual que todos los momentos; son transitorios, igual que todos los momentos; y son pasado, igual que todos los momentos en el momento siguiente. Y, sin embargo, son decisivos y contienen lo eterno», escribió Zadie Smith en su novela NW London.
Recuerdo haber llorado la primera vez que vi una ballena y emitió un sonido primigenio y antiguo que me hizo pensar que así debía sonar el universo y cuando tuve en mis manos un ejemplar de mi primera novela y cuando medité diez días seguidos y sentí que giraba para ambos lados al mismo tiempo. Recuerdo haber llorado cuando me topé con el Dalai Lama en medio de una turba de gente y se paró justo frente a mí y me hizo una reverencia y cuando me encontré a un elefante bebé en un rincón perdido de Nueva Delhi y cuando Miss Toro me vendó los ojos antes de llevarme a ver, por primera vez, la torre Eiffel y cuando mi novio leyó aquel texto que yo había escrito para él frente a un teatro a reventar de gente y cuando recorrí Barcelona en moto con Soraya y por la noche fuimos a Montjuic a ver el agua danzando entre luces de colores y ella me preguntó qué me pasaba y lo que me pasaba era que, detrás de los momentos más sobrecogedores de la vida, uno siempre llora porque tiene miedo de no volver a sentir tanto, de que no haya más fragmentos de vida dignos de ser eternos.