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Muchas de las cosas que no me gustan de las personas que quiero hoy, no son cosas propias de ninguno. Son consecuencias de sus hábitos de comunicación, de sus interacciones adictivas con el celular.
Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com
Mi tío libro, que murió un año antes de la pandemia decía para sustentar sus no: “yo ya de aquí no me muevo”.
Y se fue quedando sentado en sus No como respuesta.
No iba a comprar la comida, la pedía a domicilio.
No iba al médico, pedí a domicilio la medicina.
No vendía sus libros en la calle, lo visitaban sus compradores o intentaba venderlos por internet.
No salía.
Su casa era su mundo.
Aunque siempre estaba enterado de todo lo que pasaba porque escuchaba radio desde muy temprano en la madrugada y leía tres periódicos diarios.
Había recorrido el mundo como le había gustado, había visto mucho y había escuchado mucho. Leía y estaba atento a la novedad y a la tecnología, hasta que se fue desgastando en sus excentricidades, acumulando libros y abrigos de invierno como si viviera en Noruega o en Islandia.
No tenia redes sociales.
Todavía conservaba el hábito de leer los artículos completos y no los titulares o los dos párrafos introductorios que nos muestran las redes hoy en día y con las que se quedan la mayoría de personas para después salir a discutir y a dar opiniones como si hubieran leído un artículo completo.
Tenía opiniones muy bien argumentadas sobre la mayoría de las cosas que estaban pasando en el mundo, no se perdía en pantallas mientras caminaba y tampoco sacaba su celular cuando alguien lo visitaba. Se movía, hacía muchas cosas mientras hablaba, pero ninguna de esas cosas era sacar un aparato negro durante una conversación.
Tenía una vida análoga.
Ahora, en cambio, la fuente a la que muchos acuden para formar opinión es como un batido de titulares que invita a no pensar, a tomar rápidamente una opinión emocional y arbitraria.
Nos están quitando la posibilidad de crear una opinión propia, un estilo propio, unas formas propias de expresarnos.
Lo propio necesita tiempo.
Y cada vez tenemos menos.
En Sumisión, el ultimo libro que leí de Houellebecq decían que: “la nostalgia no es un sentimiento estético, ni siquiera está ligada al recuerdo de la felicidad, se siente nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido ahí, poco importa si bien o mal; el pasado siempre es bonito, y también el futuro”.
Sería interesante revolucionar el presente enfrentándonos a esa inercia con la que cogemos el celular por las mañanas o con la que lo sacamos para buscar en Google la respuesta a algo que no sabemos.
Todo lo que me hizo querer a mi tío libro era propio de él.
Lo recordé porque muchas de las cosas que no me gustan de las personas que quiero hoy, no son cosas propias de ninguno. Son consecuencias de sus hábitos de comunicación, de sus interacciones adictivas con el celular, de lo irreconocibles que nos vemos cuando empezamos a estar más en las pantallas negras que en la vida real.
Las pausas y las distancias son para pensar, para entender.
No tenemos que opinar sobre cada cosa que pasa sin habernos dado un tiempo para leer y para pensar.
Vamos muy rápido.