Hace unos días, mientras me tomaba un tinto con una amiga en la avenida El Poblado, se acercó una mujer joven, delgada y con el rostro ojeroso, vendiendo chicles. “Soy venezolana”, me dijo, “¿me puede colaborar?”.
Me impresionó su mirada inanimada y triste, como de quien ya no tiene esperanza. Al mismo tiempo, distinguí una postura de dignidad, en su largo vestido azul y en su cabello negro recogido detrás del cuello. Me pareció sentir orgullo en el tono de su voz cuando declaró, “soy venezolana”. Quién sabe cuál es su historia, pensé, cuáles fueron las circunstancias exactas que la llevaron a desterrarse de su propia tierra y de sus afectos, para llegar a una ciudad desconocida.
Vi en esta mujer el reflejo del destino humano de decenas de colombianos...