Pico y Placa Medellín
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Las guerras entre hermanos se dan por la sucesión o la herencia. Lo mismo sucede con el poder, especialmente en estas subculturas políticas en donde cada uno se siente el providencial, el salvador.
Todo relevo del Alto Mando conlleva lealtades y traiciones, dudas y desgastes. Las turbulencias sucesorales de nuestro Ejército Bicentenario no son nuevas. Algunos oficiales, boquiabiertos por la paz santista, la doctrina Damasco y la OTAN, se resisten a aceptar la reavivación del conflicto que los obliga a dejar sus cómodas oficinas para volver a la tienda de campaña, al estrés operacional, a la incertidumbre jurídica. Esos comodones herederos de la narcofarsa habanera lloriquean bajo el peso del fusil y tratan de socavar la intención del actual comandante del Ejército de liderar la Fuerza en el terreno de la realidad. Para la mamertada, no es conveniente un Ejército combatiente, sino un ejército combatido; para la prensa interesada, probables generales corruptos son una buena cortina de humo para escándalos mayores como el de Odebrecht y la reelección de Santos y para ciertos políticos, eso de ser la institución más apreciada, no es conveniente, además de mortificante.
No se trata de encubrimiento: la milicia es “profesión de hombres honrados” y quienes hayan trasgredido los límites disciplinarios, administrativos y/o penales, deben ser severamente sancionados.