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Es saludable que se tomen medidas frente a conflictos y actores que hacen parte de la historia de la ilegalidad en Medellín, desde la época incluso de Pablo Escobar. Pero hay que decir -es un debate sensible y delicado-, que esa organización ha podido existir debido a miembros de instituciones de seguridad y judiciales que colaboraron, o dejaron de actuar, por corrupción o miedo ante estructuras como esta.
Se sabe en las comunidades que durante más de 30 años esas organizaciones han actuado con apoyo, complacencia, o incluso coparticipación de miembros de las fuerzas de seguridad, muy en particular de la policía.
Si una acción de estas no va acompañada de otras de depuración de las fuerzas policiales, este tipo de operaciones se convierte solo en un acto espectacular de un día y de unos titulares de prensa.
Hay otro elemento de análisis más complejo: en un contexto de desigualdad como el de Medellín, según datos de Coeficiente Ginni, con alta expansión de desempleo y pobreza, esos grupos reemplazan al Estado y son objeto de nexos y reconocimiento de las comunidades. Es un factor de orden estructural y pragmático, que requiere otras medidas o, si no, reaparecerán otras “terrazas”. No es que esta operación y sus resultados estén mal, sino que se debe atender la raíz del problema. El otro asunto es que desde las cárceles siguen delinquiendo.