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Dentro de un año, cuando termine el gobierno de Iván Duque, tendremos un país menos productivo, con unas finanzas públicas más frágiles, con menos gente empleada, con más pobreza y mayor desigualdad que al comienzo. No tanto debido a la pandemia, como a la falta de prioridades. Hasta 2019, lo único significativo había sido una reforma tributaria que sacrificaba ingresos fiscales para beneficiar a algunos grupos de interés. Ya era claro entonces que no se harían la reforma pensional, la laboral y la del sistema de protección social, necesarias para generar más empleo formal y para mejorar la distribución del ingreso.
La pandemia solo vino a hacer evidentes estas falencias. En lugar de acopiar apoyo político para desatar un proceso de reformas estructurales con visión de largo plazo, el gobierno siguió postergando los cambios. Las ayudas a las familias fueron mezquinas y las que se concedieron a las empresas para proteger el empleo, demasiado tardías, lo cual propició revueltas populares especialmente destructivas y dejó sin posibilidades una reforma fiscal ambiciosa y redistributiva. A lo sumo, el gobierno conseguirá una reforma insuficiente para despejar la situación fiscal y menos eficaz que la anterior para ayudar a los más pobres y facilitar la generación de empleo