Pico y Placa Medellín
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Diego Agudelo Gómez
Crítico de series
Los atracos perfectos son silenciosos, no dejan cabos sueltos, parecen ejecutados por maleantes invisibles, hombres y mujeres entrenados para no dejar huella, sin identidad, capaces de cometer actos de ilusionismo en las narices de las autoridades, delicados y certeros como los ninjas del antiguo Japón.
Un recorrido por algunas producciones sobre asaltos nos pone ante una estirpe de maestros del engaño, prestidigitadores que salen ilesos de cualquier situación peligrosa: en El plan perfecto, de Spike Lee, los asaltantes conocen el arte de desaparecer; en The Killing, de Stanley Kubrick, el mejor ladrón asesta el golpe más grande sin disparar una sola bala; En Rififi, de Jules Dassin, un exconvicto minucioso entra como una sombra en una joyería parisina. La atmósfera de amenaza inminente de este tipo de historias convierte a los espectadores en cómplices del sigilo, hacemos tanto silencio como sea posible para no encender las alarmas y facilitarle las cosas al buen ladrón.
Con La casa de papel sucede todo lo contrario: es un asalto estruendoso, los ladrones no se preocupan por ocultar sus huellas y, en la tercera temporada, las máscaras que usan, más que un artilugio para ocultar la identidad, son un símbolo usado para enardecer como borregos a multitudes ávidas de rebelión.
Desde su estreno, en 2017, la serie ha cosechado fanáticos y detractores por todo el mundo. No se puede negar que las tres temporadas emitidas por Netflix son una descarga excesiva de adrenalina. Nos embarcamos en una montaña rusa sin reparar en los cabos sueltos que va dejando la historia. Por ejemplo, desde la primera temporada me pregunté por qué El Profesor, si es tan sabio, calculador y quirúrgico, incluyó en la banda a una mujer tan explosiva, inestable y descuidada como Tokio. Sus reacciones intempestivas deterioran todo el tiempo la armonía de un plan que debe ejecutarse con la sincronización de una banda sinfónica.
En la tercera temporada son las imprudencias de Tokio las que obligan a los miembros de la banda a unirse para llevar a cabo un plan más alucinante que el primero. Si antes se arrojaron sobre los billetes de España, esta vez el objetivo es el oro, todo el oro de la nación. La dificultad que supone triunfar en tamaña empresa es lo que le da a la serie sus toques de exquisitez. Cada fase de la artimaña es rocambolesca: dirigibles que arrojan millones a las multitudes, ladrones que no encuentran dificultad para copiar exactamente los vehículos, uniformes y armas del ejército, una bóveda que se inunda a la menor perturbación, una cámara subacuática instalada a cientos de metros bajo tierra, oro fundido convertido en diminutas pepitas. A este tejido se le suman los conflictos íntimos de cada asaltante y una serie de flashbacks que no solo explican el origen del plan sino que devuelven a la vida a uno de los personajes más interesantes de esta producción española, Berlín, quién es el artífice secreto del asalto.
La casa de papel es un hito de la ficción televisiva reciente. Es un espectáculo de juegos artificiales que les quema a los ladrones las manos por no llevar los guantes de seda que exige un robo como el que intentan perpetrar. El cierre de esta temporada deja muchas preguntas por resolver, pone a los protagonistas en jaque, deja abiertos posibles caminos para que la narración de la cuarta temporada pueda girar de muchos modos retorcidos y nos obliga a tomar bando en la guerra declarada entre El Profesor y la insidiosa Alicia Sierra, la mujer sin escrúpulos que encarna el lado más turbio de la ley, una digna contrincante en una partida que a la larga no tendrá ganadores, quizás solo unos pocos y martirizados sobrevivientes, y con esto los ladrones tendrán que darse por bien servidos.