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Diego agudelo
@godeloz
El olfato es un sentido elusivo. Tiene el poder de disparar apetitos feroces y envolvernos en una náusea atroz. Se dice que es el sentido más ligado a la memoria, quizás sus vínculos con ella están anclados a zonas cenagosas, aquellas que visitamos por azar, cuando un aroma del pasado irrumpe para remover recuerdos, plácidos o dolorosos, en los momentos más inoportunos. Es un sentido que se resiste a ser escrito. Tenemos muchas formas de describir una imagen, de dar a entender las características de un sonido o de traducir los sabores en adjetivos tan jugosos como lo que nos llevamos a la boca, pero a la hora de describir un olor, las palabras escasean como si esos efluvios que nos impulsan a recordar operaran desde la clandestinidad.
El Perfume, Patrick Suskind desplegó una habilidad inaudita para hablar de los olores y de la obsesión de su personaje, Jean-Baptiste Grenouille, por crear una fragancia que despertara en los demás un amor ilimitado, una atracción insoslayable, una pasión vigorosa. La obra se ha expandido por el mundo como una explosión de esporas. Una adaptación cinematográfica fue estrenada en 2006 y recientemente pudimos ver en Netflix una adaptación más, aunque la producción alemana supo encauzar por nuevo rumbo la idea original.
Estamos en una ciudad menor del bajo Rin. El paisaje es nebuloso y las personas que lo habitan parecen poseídas por esa bruma invernal tras la que se esconden secretos inenarrables. El primero de los seis episodios presenta un asesinato brutal, una mujer con el cuerpo de una sílfide es ultrajada y mutilada. El asesino arranca su pubis, extirpa las glándulas sudoríparas de las axilas, rasura su cabello rojo. A partir del hallazgo del cuerpo se desencadena la investigación policial y empiezan a desfilar en cada escena proxenetas truculentos, maridos abusivos, mujeres desoladas y niñas desprotegidas quienes tejen una intriga envolvente.
La novela de Suskind aparece como uno de los móviles de la trama. Los protagonistas, un grupo de amigos que se conocen en un internado, quedan cautivados con la historia de Grenouille y empiezan a capturar el olor de las cosas. Es obvio pensar que uno de ellos es el asesino, pero la serie siembra todo tipo de pistas distractoras y así como reconocemos en sus rostros la impronta de un depredador, también atisbamos los rasgos de la inocencia.
La detective Nadja Simon conduce las investigaciones. Está agobiada por sus propias pulsiones y como mujer, en un ambiente dominado por hombres -rústicos, miopes, atolondrados-, debe luchar a contracorriente para imponer sus teorías sobre el caso. La serie nos involucra en la pesquisa, logra sumergirnos en el rol del detective pasivo que sospecha de cada personaje, reúne el inventario de pistas para tratar de adivinar quién es el culpable y crea hipótesis sobre quién será la próxima víctima. En el fondo de la historia también palpita una idea inquietante. Esa avidez de ser amado, ese anhelo de veneración, ese apetito de gozo pasional, es peligroso y puede propiciar el encuentro con algo letal. El final me recordó uno de los mejores capítulos de Rick and Morty, cuando el abuelo crea una fragancia que hace enamorar a todo el pueblo de Morty. El amor de laboratorio convierte en mutantes a sus víctimas, las transforma en una horda que destruye el mundo.