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Una cosa es cierta: esta es una Semana Santa especial. Diferente. No se trata ya de revivir las tradiciones recibidas, sino que tenemos que reinventarlas. La batalla contra el coronavirus lo está exigiendo por encima de credos y culturas. No a unos cuantos, sino a todos, sin distingo de ninguna clase. Mejor dicho, sin distingo de clases.
No son simples normas las que se nos están imponiendo por parte de las autoridades competentes para poner freno a los contagios. Son exigencias inquebrantables que ponen a prueba ya sea nuestra ética laica y/o nuestra moral religiosa –según se sea o no practicante– y nuestra solidaridad humana con los otros. Y también, por supuesto, valga recalcarlo en plena Semana Mayor, lo demanda nuestro sentido de pertenencia a una fe, a un credo, a una Iglesia, desde cualquier posición ideológica y dentro de la cultura de cada cual.
Respetando las creencias de cada persona y lo que para cada uno o para cada grupo social signifique este tiempo de vivencia espiritual en que nos encontramos como personas y como sociedad durante esta semana, creemos que esas raíces de nuestra identidad deben ayudar a revitalizar el compromiso que la actual crisis nos plantea. La Semana Santa tiene un hondo sentido espiritual que, sea que lo vivamos con fervor y convencimiento, sea que lo neguemos o que nos sea indiferente, ofrece elementos valiosos para enfrentar el actual desafío.
Como una brasa entre cenizas, los valores heredados, religiosos o culturales, pueden y deben reencenderse en el rescoldo de los recuerdos o de los olvidos. Basta un soplo de entusiasmo, de confianza en el ser humano, de alegría, de perdón. Y a ese fuego interior no apagado de la tradición hogareña o de las enseñanzas familiares que persisten, hay que acudir a la hora de las fidelidades, de los heroísmos individuales o de los compromisos colectivos. A la hora de la supervivencia.
Va a ser esta una semana especial. Una Semana Santa sin procesiones y con reducido número de fieles en las ceremonias. Para los católicos, estas restricciones son ya de por sí un llamado a lo esencial. A saber renunciar a lo secundario y adjetivo, sin despreciarlo. A ir al fondo. Tal vez descubramos que las crisis de fe, la irreligiosidad o la arreligiosidad que a ratos invaden a los creyentes, el divorcio entre lo que creemos y predicamos y lo que hacemos, son síntomas de una pandemia espiritual soterrada que en algún momento se vuelve irremediable.
Si fuéramos a intentar una fórmula para renovar nuestra condición de seres en un mundo amenazado por la pandemia, podríamos plantear una reeducación “cosmoteándrica”. Es decir, apoyándonos en el teólogo español, de ascendencia hindú, Raymon Panikkar (1918-2010), autor de este concepto, mantener una relación de amor con el Cosmos, con Dios y con la Humanidad daría una razón de ser a nuestra misión en la tierra, a nuestro destino en la Historia. Podría hablarse de una espiritualidad cosmoteándrica para iluminar los retos y desasosiegos, los miedos y las desesperanzas de la peste que nos golpea.
Apostar en estos días, como se ha solicitado, por evitar las aglomeraciones y asumir con seriedad el ascetismo del encerramiento, de las no fiestas, del distanciamiento social, es más que saludable. Para cada uno y para los demás. El silencio y la soledad son necesarios para adivinar la presencia del Dios de cada uno en el fondo de las peripecias humanas. No renunciar a esta creencia es mantener encendida una brasa entre las cenizas. Es reinventar la Semana Santa