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La condena penal contra otros dos exministros y un exsecretario General de la Presidencia de la República de la Administración anterior es un duro golpe político para quien la presidió, el hoy senador y líder del Centro Democrático, Álvaro Uribe, así como un precedente judicial que debería servir para dar por terminada la costumbre por décadas tolerada por todos los gobiernos de comprar votos de congresistas.
Porque fue esto último lo que cuatro magistrados titulares y cinco conjueces de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, por voto unánime, consideraron probado al juzgar el posible cohecho cometido por los altos funcionarios durante el trámite de la reforma constitucional que en 2004 abrió paso a la reelección presidencial inmediata.
Sabas Pretelt de la Vega, Diego Palacio Betancourt y Alberto Velásquez Echeverri tendrán que ir a la cárcel por prometer prebendas, disponer nombramientos y otorgar beneficios a dos representantes a la Cámara a los que la Corte tacha de provincianos y de pobre formación intelectual: Yidis Medina y Teodolindo Avendaño, condenados ambos en procesos penales anteriores.
Medina, con su confesión ante periodistas y luego en sede judicial, activó el proceso contra los exministros y el exsecretario de la Presidencia, reveló fechas y datos de nombramientos a recomendados suyos en cargos públicos que se intercambiaban como fichas. No obstante a Yidis, que para la posteridad lega su nombre atado a la descripción de una denigrante forma de hacer política (la Yidispolítica), hay quienes pretenden convertirla hoy en paradigma moral.
No hay paradigmas morales aquí. Los tres exfuncionarios condenados eran profesionales reconocidos, de trayectorias destacadas. Pero en su sentencia, la Corte hace un recuento detallado de los cargos que ofrecieron y repartieron, y en su examen de tipicidad les encuadró en el delito de cohecho por dar u ofrecer. Buena parte del expediente contiene testimonios e información revelada por la prensa.
Los tres han insistido en su inocencia, y al contrario de otros casos, se han entregado ya a la justicia (Pretelt y Palacio) o lo harán pronto (Velásquez). No reconocen dolo ni mucho menos contenido de ilicitud en sus conductas, desplegadas en un momento en que una gran mayoría social estaba de acuerdo con la reelección del entonces presidente Álvaro Uribe.
Decíamos al principio que paralelo a las consecuencias políticas, hay otras jurídicas. Todavía se oyen voces que, buscando eximentes de responsabilidad, dicen que estas cosas las han hecho siempre los ministros. Y es verdad. Incluso hoy día es posible que se hagan, bajo el nombre nada inocente de “mermelada”.
Que se afirme que lo hacen casi todos, o muchos, no debe significar que se siga tolerando. Por el contrario. El listón moral del principio de igualdad ante la ley exige que todas esas conductas se investiguen y se sancionen, no que se mire para otro lado. Si hay sectores políticos que hoy sienten júbilo ante las condenas contra los oponentes, que muestren su coherencia con la transparencia y el valor de justicia denunciando las conductas de las que sean testigos y que signifiquen trapicheo de cargos o contratos públicos a cambio de votos parlamentarios.
Y sobre todo la justicia también tendrá que actuar con el mismo rigor sean cuales sean las vertientes ideológicas involucradas, de la época que sean.