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La conversación nacional que, a partir de mañana, iniciarán el presidente Iván Duque y todo su Gobierno con los diversos agentes sociales, a lo largo y ancho del país, es una adecuada respuesta, así sea preliminar, al hecho político que se genera no solo con las marchas y movilizaciones del pasado jueves, sino las manifestaciones posteriores de sectores de población que quieren ser escuchados.
Nos referimos, por supuesto, a las manifestaciones pacíficas, incluyendo las ruidosas –los cacerolazos– que no se amparan en capuchas ni cuyo objetivo es el pillaje y la destrucción. La tipología de las formas de manifestarse son perfectamente distinguibles y las respuestas ante ellas también. No confundir las unas con las otras es parte del ejercicio democrático de pedir buen juicio a los gobernantes, por un lado, y de las posibilidades de éxito en las reivindicaciones ciudadanas por parte de quienes hacen legítimo ejercicio de los derechos a la movilización y a la protesta social, por el otro.
El hecho político al cual el presidente y su Gobierno –y no solo ellos: la interpelada por la movilización es también toda la clase política– deben aplicar sus mejores esfuerzos de diálogo, explicación de ejecutorias y sentido abierto de concertación, está ahí y nadie lo puede soslayar.
Vale la pena, sí, tener en cuenta un punto esencial que parece estar siendo dejado de lado, y es el del mandato político que recibió el presidente, y cuál es su compromiso de cumplimiento. O dicho en otras palabras, de si el mandato político que habrá de ejecutar el presidente Duque y su Gobierno es el validado en las urnas en junio de 2018, con más de diez millones de votos, o es el reivindicativo de múltiples sectores en marchas y cacerolazos que, por vistosos que sean, no tienen la esencia del mandato político –sí de hecho político, reiteramos–. Los diez millones trescientos mil que eligieron a Iván Duque fueron escrutados uno a uno. Allí está designado el programa gubernamental al que el presidente juró cumplimiento.
Se ha afirmado también, y de tanto repetirlo pareciera querer imponerse como verdad oficial, que las marchas son una multitudinaria expresión de apoyo a los acuerdos de paz del gobierno anterior con las Farc. Los hechos electorales concretos contradicen tal postura. No solo el plebiscito del 2 de octubre de 2016, sino la exigua votación (políticamente, una especie de segundo plebiscito) del entonces candidato y exnegociador jefe en La Habana, quien personificando el acuerdo final como programa electoral obtuvo menos de 400 mil votos en mayo de 2018. Así que hay que tener mayor honestidad al hacer uso político de las manifestaciones, pues pretenden atribuirles mandatos inexistentes, o por lo menos no cuantificables de modo que puedan desmentir a las urnas.
Por otro lado, aunque no sorprende habida cuenta del oportunismo característico de sus comportamientos inveterados, resulta estridente la postura de muchos políticos que celebran como un triunfo lo que ellos mismos presentan como acorralamiento del Gobierno, cuando la responsabilidad del cúmulo de insatisfacción ciudadana recae de manera principalísima en ellos, que han convivido, promovido y premiado estructuras corruptas en todas las áreas del Estado que han quedado bajo su control.
Volviendo a la idea inicial, siendo previsible que los “cacerolazos” sean pronto considerados “personaje” del año, el diálogo que vendrá en esa conversación nacional que iniciará el Gobierno medirá la presión de esas válvulas que requieren calibración, y en cuya expresión es ampliamente visible la presencia muy nutrida de los jóvenes. Ellos deben ser atendidos y, sobre todo, partícipes inteligentes de esta etapa que se abre.