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Hay un ambiente revuelto, convulso, en el vecino Ecuador. A las protestas sociales se unen cada vez más sectores y comenzó también la movilización indígena, la misma que, en anteriores ocasiones, ha derribado gobiernos en ese país.
El origen del malestar social son las medidas de ajuste que Lenín Moreno tomó hace una semana. Ellas son resultado de un plan de austeridad acordado con el FMI y la contrapartida de un préstamo de $4,2 mil millones de dólares que se va a destinar, según la entidad, a que la “economía ecuatoriana se recupere y sea sostenible”.
El plan de austeridad implica reducir el déficit presupuestal, disminuyendo los gastos del gobierno y aumentando los ingresos. Dentro de la bajada del gasto está contemplado disminuir en un 20 % los salarios de los contratistas temporales, la reducción de las vacaciones de los empleados públicos y el aporte de un día al mes de su salario. De otro lado, las empresas con ingresos anuales de más de US$10 millones deberán hacer un aporte adicional al gobierno.
Buena parte del peso de ajuste lo representa la supresión de los subsidios a los combustibles. Con esto el gobierno ecuatoriano busca economizar cerca de $1,4 mil millones de dólares por año, una medida que se había considerado anteriormente, pero que es tremendamente impopular y por eso no se había tomado.
Así las cosas, la reacción popular se esperaba, pero no con tanta intensidad. A pesar del estado de emergencia por 60 días instaurado el 4 de octubre, no disminuye la cólera por las medidas de austeridad anunciadas. El sector transporte, muy impactado por el fin de las subvenciones públicas a la gasolina y otros combustibles, fue el que inició la protesta pública el pasado 3 de octubre, que terminó con enfrentamientos con la policía y cientos de detenidos por actos de vandalismo.
La situación se agrava cada vez más. Un frente común de sindicatos de trabajadores, maestros, así como las organizaciones indígenas convocarán una huelga general. En esas condiciones, aduciendo razones de seguridad, el gobierno decidió operar desde Guayaquil, sede del poder económico del Ecuador.
El gobierno insiste en que la revuelta es inspirada desde el exterior, en particular por Nicolás Maduro y por el propio expresidente ecuatoriano Rafael Correa. Este, desde Bélgica donde está prófugo de la justicia de su país, no esconde su ambición de volver al poder de alguna forma –incluso como candidato a la vicepresidencia en las próximas elecciones, igual que Cristina Fernández en Argentina– y de allí su afán de debilitar al gobierno actual.
Buena parte del componente de agitación deriva de la ruptura entre Correa, caudillo al estilo del bolivarianismo chavista, y Lenín Moreno, quien fue su aliado y su delfín político. Tan pronto este llegó al poder, se alejó de toda relación con el eje bolivariano y marcó distancia radical con la herencia recibida. El presidente Moreno ha denunciado corrupción, mala gestión económica y autoritarismo. Fue él quien promovió la limitación de las reelecciones, cortando así de raíz las ambiciones cesaristas de Correa, quien se convirtió en su más enfurecido opositor.
A pesar de insistir en que no revocará sus medidas, es posible que Moreno tenga que ceder en algunas de ellas. Él sabe que los precedentes de grandes movilizaciones en su país generan fuerzas de cambio que , en su caso, podrían derivar en un estado generalizado de ingobernabilidad que, de nuevo, abra paso a corrientes populistas que, ellas sí, echarían al traste las posibilidades de regeneración política y económica del país.