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El mar de Medellín

El debate es necesario, pero la parálisis sería un error. Si Medellín quiere inspirar, debe aprender a hacer muchas cosas al tiempo: resolver sus deudas sociales, ambientales y de infraestructura, y en paralelo atreverse a soñar con un mar en medio de las montañas.

hace 1 hora
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  • El mar de Medellín

En Colombia se ha vuelto costumbre que ante el anuncio de un proyecto urbano, ya sea grande o pequeño, se desata una lluvia de cuestionamientos antes de ver los resultados. Eso puede ser entendido como un ejercicio de sana democracia, y si la crítica es sustentada, se hace desde lo técnico y sin agenda política, sin duda aporta al buen desarrollo de la iniciativa.

Pero también pasa que para algunos se convierte en deporte –o en estrategia de oposición política– ponerle peros a cuanta iniciativa se propone. En Bogotá, por ejemplo, hay que dar verdaderas batallas de opinión para sacar adelante proyectos como una ciclorruta o Transmilenio o el metro elevado. En Medellín, recordemos que hubo quienes criticaron los metrocables, las escaleras eléctricas de la 13, o Parques del Río. Para lo cual se esgrimen todo tipo de razones: unos porque son “arriesgados”, “hay cosas mejores”, “un gasto innecesario” o porque “no es prioritario”.

Todas estas obras son hoy referentes urbanos, motores de transformación social y símbolos de orgullo.

El nuevo Gran Parque Medellín, que presentó la semana pasada el alcalde Federico Gutiérrez, y que incluye el llamado “mar” de Medellín, despierta esa misma mezcla de entusiasmo y reparos. La iniciativa contempla la transformación del aeroparque Juan Pablo II en un complejo deportivo y recreativo de primer nivel, con circuitos de ciclismo y atletismo, canchas, piscinas olímpicas y, como elemento icónico, una gran piscina de olas con playa artificial. La inversión de cerca de 195.000 millones de pesos no es menor, y por ello la polémica está servida. Pero conviene no perder de vista lo esencial: contar con un espacio de esta magnitud puede convertirse en una ventaja estratégica para la ciudad.

Medellín necesita —y se merece— lugares de esparcimiento, o en este caso, de competencia de talla mundial. Un “mar” en medio de la ciudad no es un simple capricho de mercadeo, sino un escenario para el turismo, el deporte de alto rendimiento y la diversión de miles de familias que hoy carecen de espacios suficientes. El déficit de espacio público en el Valle de Aburrá es real: menos de cinco metros cuadrados por habitante, cuando los estándares internacionales recomiendan al menos 15. Cada metro cuadrado nuevo, bien diseñado y accesible, es un triunfo para la calidad de vida.

Los críticos insisten en que hay problemas más urgentes: movilidad, contaminación, vivienda, quebradas en riesgo y hambre. Y tienen razón. La ciudad no puede renunciar a resolverlos. Pero el dilema no es escoger entre todo eso y el Gran Parque Medellín. El verdadero desafío es avanzar en paralelo: hacer el mar de Medellín y también atender el transporte, la vivienda, la descontaminación del río y la recuperación de quebradas.

El éxito del Mar de Medellín dependerá de dos condiciones: que la obra se ejecute con rigor técnico, sin improvisaciones ni sobrecostos, y que el proyecto se piense a largo plazo, con un plan claro de sostenibilidad y mantenimiento.

En ese sentido bien valdría validar todos los aspectos del proyecto. Entre otras resolver las preguntas que hacía el arquitecto Camilo Restrepo Ochoa sobre el “mar de Medellín”: “¿Se le ha ocurrido a alguno de sus asesores preguntarse por las tasas de recambio o limpieza de la arena? ¿El impacto y efectos de la radiación lumínica o térmica? ¿O de dónde vendrá la arena y su huella ambiental? ¿De dónde saldrá el agua para llenar 2 cuadras de tierra? ¿Será ésta purificada? ¿A qué costo?”.

Seguramente la Alcaldía tiene las respuestas o las tendrá antes de poner en marcha el proyecto. Entre otras porque se están haciendo en otras partes del continente, con una tecnología que exige solo llenar una vez el mar o la laguna, como se quiera ver, pero eso sí exige un mantenimiento que puede costar unos 15 millones mensuales.

Y en el ánimo de seguir pensando proyectos en grande para Medellín, sea esta la oportunidad para hacer un llamado sobre la necesidad de hacer una ambiciosa intervención de las quebradas de la ciudad. El desarrollo de Parques del Río y la estrategia de Senderos Azules son buenas iniciativas, pero se quedan cortas ante el desafío que impone el cambio climático, los desastres producidos por las fuertes lluvias y el desborde de quebradas.

Sería útil que con nuevos recursos como los de la venta de la participación en Tigo-Une se retome un trabajo mucho más planificado sobre el manejo de aguas, como el que se tuvo en su momento con Mi Río –que absurdamente acabó el entonces alcalde Luis Pérez– o el que se hizo con la construcción de más de 20 parques lineales, que por demás piden hoy mejor mantenimiento. Es urgente un trabajo estratégico de recuperación de áreas y disminución de riesgos alrededor de las quebradas.

Las ciudades que hoy admiramos en el mundo no fueron construidas desde la renuncia ni desde el miedo a la crítica. Central Park en Nueva York fue cuestionado en su momento por ser un lujo inalcanzable en medio de problemas sociales y económicos, pero terminó siendo el corazón verde de la ciudad. París no se transformó por miedo a las quejas, sino porque, como recordaba el arquitecto Restrepo, se atrevió a rediseñarse con los bulevares de Haussmann en medio de una gran oposición. Y Barcelona, antes de sus Juegos Olímpicos, se lanzó a rehabilitar playas que habían sido zonas industriales.

El debate es necesario, pero la parálisis sería un error. Si Medellín quiere inspirar, debe aprender a hacer muchas cosas al tiempo: resolver sus deudas sociales, ambientales y de infraestructura, y en paralelo atreverse a soñar con un mar en medio de las montañas.

La historia enseña que el escepticismo inicial no es obstáculo para que una obra, bien hecha, termine siendo indispensable.

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