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Hay un sentido de lo justo que es compartido por los ciudadanos formados en valores cívicos, con independencia de las opciones políticas o ideológicas que profesen. No se fortalece ese valor social de la justicia si la jurisdicción que la administra es, o se percibe, selectiva e inequitativa. Es esencial que una sociedad sienta que su sistema es coherentemente justo para que sirva como inspiración y guía excepcional de lo correcto y lo incorrecto.
La historia reciente del país ha pasado por procesos diferentes pero que se viven de manera simultánea e inevitablemente se comparan, causando de forma irremediable confusión y desconcierto. ¿Qué mensaje deja eso a la sociedad, que ante sus ojos tiene la evidencia de que los responsables de crímenes atroces y de lesa humanidad permanecen no solo en la impunidad más desafiante, sino erigidos en jueces morales y acusadores?
Las ideas y ejecutorias del expresidente y senador Álvaro Uribe han conseguido que se le haya entregado la confianza de liderar la Presidencia de nuestra nación en dos ocasiones, lo cual explica la honda conmoción e indignación por la medida decretada ayer por la Sala Especial de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia, de detención preventiva domiciliaria.
No se conoce aún la providencia que aprobaron por unanimidad los magistrados, en la cual se debe soportar jurídicamente una medida de tan severas consecuencias. No solo para el líder político, para su familia y sus copartidarios, sino para el sentimiento de equilibrio que, para la vigencia de un orden justo, debe significar la materialización del principio de igualdad ante la ley. Se conoce solo el comunicado emitido anoche, en el que la Sala asegura que “la medida restrictiva de la libertad del senador Uribe tiene como fundamento gran cantidad de material probatorio”, y que hay “posibles riesgos de obstrucción a la justicia respecto al futuro recaudo de pruebas”. Habrá que mirar por qué la Sala considera que ese riesgo existe, cuando tiene que ser muy poderosa la razón para que se le impida defenderse en libertad.
El expresidente no ha sido todavía vencido en juicio. El principio constitucional dice que no es a él a quien le corresponde demostrar su inocencia, sino que es la justicia que lo procesa la que debe acreditar, fuera de toda duda, que es responsable de los delitos que se le imputan (soborno a testigo en actuación penal y fraude procesal), y eso no ha ocurrido. El expresidente ha ofrecido en todo momento su disposición no solo de concurrir a las diligencias citadas sino de aportar cuantos elementos probatorios sean necesarios para desmontar las acusaciones.
La mesura es fundamental para el país, y con ella preservar la fortaleza institucional. En este caso la mejor forma es que las cortes, más que estar solicitando confianza, ofrezcan todas las garantías y la seriedad en sus actuaciones para que ella sea espontánea y merecida. Y, del otro lado, acatar las decisiones que se ajusten al debido proceso, con independencia de las afinidades políticas o del sector ideológico desde donde se valoren.
Este, y los expedientes que restan, requieren resolverse de modo que no queden dudas sobre el escrupuloso respeto a la legalidad vigente, con la imparcialidad y objetividad en todo el curso de las diligencias y las decisiones.
Mientras tanto, ni la sociedad ni el Gobierno pueden perder el foco. No son tiempos tranquilos. Los retos históricos siguen ahí: un país inequitativo –que en realidad sigue en vías de desarrollo– con problemas acentuados por la violencia, la infodemia (exceso de información y opinión), una sociedad dividida representada por una clase política desdibujada y polarizada, una nación vecina en dictadura, una pandemia que desconcierta y una crisis económica que aún no tiene un final claro... Colombia requiere que se recupere la conciencia social, la conversación respetuosa y argumentada y la defensa de una causa común: la democracia.
El país no puede perder el norte en la crisis, necesita la unión en las diferencias, requiere hoy la grandeza de sus ciudadanos.