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No hay candidato presidencial de nuestra historia contemporánea que no prometa en campaña eliminar los viciados mecanismos que han garantizado el entendimiento político entre la rama Ejecutiva y la Legislativa: el intercambio de apoyos por puestos, contratos y presupuesto. Y no había habido, hasta ahora, un presidente en ejercicio que cumpliera tal promesa. Todos, al final, cedían, desbordados por la amenaza de parálisis a sus proyectos bandera.
El presidente Iván Duque, en este primer año de Gobierno ha mantenido, dentro de lo posible, su decisión de no contaminar la relación entre las ramas del poder público con beneficios directos o indirectos. Con ello ha roto el más enquistado mecanismo de aseguramiento de la gobernabilidad que habían edificado anteriores presidentes con los respectivos Congresos. El costo ha sido muy alto, máxime cuando en la propia opinión pública no ha encontrado ni apoyo ni reconocimiento, en evidente paradoja cuando esa misma opinión dice sentirse indignada por la corrupción oficial.
En el Congreso se ha topado el presidente con toda clase de dificultades, viéndose ante el contrasentido de que se le ataque por querer ser consecuente y ejecutar el plan de Gobierno que ofreció en su campaña y que fue convalidado por las mayorías de electores en las urnas.
Ha habido un fuerte e influyente bloque que ha pretendido que el presidente Duque y su Gobierno apliquen planes que no son los suyos. Y desde el Legislativo y desde las altas cortes han impuesto decisiones que apuntan a maniatar al Ejecutivo para que no pueda dar alcance efectivo a sus iniciativas.
Tampoco ha tenido el Gobierno acierto en mostrar metas que logren la adhesión y el entusiasmo de las mayorías nacionales. Hay momentos en los que se echa de menos una más resuelta forma de mostrar el liderazgo de una Administración que tiene las condiciones para poner a Colombia a tono con estos tiempos. Es cierto que al presidente se le quiere hacer depositario de odios ajenos y que en su cabeza quieren cobrarse cuentas políticas que se tienen con otros líderes, y que su propio partido a veces rema para otro lado. Caricaturizarlo ha sido una herramienta permanente de sus opositores, aunque por fortuna el presidente no ha entrado en riñas menores que, esas sí, le restarían autoridad.
En política exterior, también se ha encontrado con unas posturas de desconcertante miopía, que cuestionan sus viajes, como si esa no fuera una de las herramientas más provechosas de las que todavía puede echar mano un Jefe de Estado. Ha mostrado valor al retirar a Colombia de la patética Unasur, brazo de regímenes corruptos tan dañinos a los intereses de Colombia.
Y, por supuesto, carga con la indeseable herencia de una política exterior que, por décadas, ha estado condicionada por el narcotráfico. Quien se suponía era el mayor aliado le atiza con descalificaciones y exigencias unilaterales, sin mención alguna a la gran responsabilidad propia por el consumo y por la impunidad de sus propios narcos.
No ha sido menor tampoco el reto de presentarse ante una comunidad internacional donde su imagen se ha vendido como hostil a los acuerdos de paz. Duro ha sido convencer a gobernantes extranjeros de que había ajustes imprescindibles e inaplazables, que no significaban deshacer lo ya convenido.
Como duro ha sido gestionar, en soledad y con poca atención internacional, la más grande avalancha migratoria de la que se tenga registro en décadas en Latinoamérica, expulsada por una dictadura que ampara a criminales -narcos y guerrilleros- que encontraron allí santuario para sus planes contra el país.