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La gratuidad de la educación superior es un mecanismo valioso para superar problemas de equidad. El Gobierno Nacional firmó la semana pasada un acuerdo con nueve Instituciones de Educación Superior públicas (IES) de Antioquia y Medellín para avanzar en la gratuidad de la matrícula que beneficia a cerca de 98.200 jóvenes durante el resto de 2021 y en el 2022. Esta es una noticia oportuna para el país, Antioquia y Medellín.
El programa de gratuidad en educación superior está concebido para estudiantes de pregrado, de estratos 1, 2 y 3, matriculados en las IES que firman el acuerdo. Este programa se financia con los recursos de fomento a la educación superior como Generación E, el fondo solidario por la educación y contribuciones de las entidades territoriales.
La principal bondad de este programa lo constituye su pertinencia frente a los efectos dañinos de la pandemia en términos del bienestar de los hogares. La educación es lo que garantiza mayores oportunidades de empleo, ingresos, cultura y bienestar a las familias; cuando la economía se afecta por la pandemia, se reduce el empleo, y en nuestro caso, se aumenta la pobreza monetaria y extrema y, además, se erosionan las condiciones de vida de las clases medias. Por eso, dar acceso o permanencia en la matrícula a través de un programa de gratuidad es garantizar que muchos estudiantes puedan ingresar o continuar en la educación superior pese a esos factores desfavorables; sin esos apoyos eso no sería posible.
Sin embargo, es necesario revisar cuidadosamente dos ámbitos de la gratuidad. Lo primero tiene que ver con la permanencia universitaria, es decir, no basta con el pago de la matrícula, pues los hogares en condiciones de desempleo y pobreza tienen dificultad para asumir costos asociados a la educación como transporte, alimentación, vivienda para los que estudian en otras ciudades diferentes a las de sus familias, compra de libros, internet, entre otros. Por tanto, el componente de apoyo para contrarrestar la deserción por esas razones se vuelve relevante; ahí sería crucial la cofinanciación de ciudades y departamentos.
Lo segundo tiene que ver con un tema poco comentado: en el país casi cerca la mitad de la matrícula total es pública y la otra mitad privada. Además, la privada universitaria es superior a la pública en cerca de 314.000 estudiantes. Cuando se establecen programas de gratuidad para las universidades públicas en condiciones económicas como la actual, necesariamente se alteran las decisiones de los estudiantes de ingresar o permanecer en las universidades privadas, lo cual agudiza la pérdida de matrícula que vienen presentando estas universidades por razón de la transición demográfica. Además, se generan efectos distributivos indeseables, pues probablemente ese estudiante que se traslada de la universidad privada a la pública no requeriría total gratuidad sino tan solo un apoyo temporal; por sus condiciones de trayectoria educativa y capital cultural, seguramente le estará quitando el cupo en la universidad pública a personas de bajos ingresos. Esto indica que la política de gratuidad debe ser más integral, teniendo en cuenta esos efectos cruzados entre matrícula pública y privada, y su impacto en equidad.
Lo anterior genera interrogantes desde la política pública: ¿qué tan permanente debe ser la política de gratuidad en el país? ¿Esta política debe ser total o focalizada? ¿Cuáles son las condiciones de la política de gratuidad para no generar inequidades adicionales a las existentes?
Dada la coyuntura de la reforma tributaria, debería de una vez revisarse el tema de financiación de la educación superior buscando acceso, permanencia, calidad, equidad y nuevas formas de financiación. Vale la pena mirar lo que hacen Australia y Nueva Zelanda, donde la educación superior la sufragan vía impuestos quienes se han beneficiado de ésta, bajo la premisa que a mayor educación, mayores y mejores ingresos