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La cuesta arriba de gobernar sin coalición

En la visión profética y providencial que tiene de sí mismo, el presidente se considera encarnación de un mandato popular expresado de manera absolutamente fiel en sus proyectos de reforma.

30 de mayo de 2023
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La noche del 25 de abril de este año, en tono solemne y terminante, el presidente Gustavo Petro comunicó al país la muerte de la coalición de gobierno. Lo hizo, claro, a través de Twitter, el canal favorito para comunicar lo que piensa. Aquella noche declaró: “La coalición política pactada como mayoría ha terminado el día de hoy”. De ello culpó a los directivos de las colectividades políticas, pues afirmó que tal desenlace se producía “por decisión de unos presidentes de partido”.

Aquella noche el presidente hizo pública una profunda frustración. En su particular visión de las cosas, las reformas que según él interpretan un mandato popular venían siendo empantanadas por intereses económicos que habían encontrado cabida en varios partidos políticos. Así interpretaba el mandatario, en especial, la situación que venía presentándose con la reforma a la salud, acosada por críticas y observaciones desde múltiples sectores. Frustrado, casi desesperado, patea el tablero y decide gobernar sin coalición.

En el fondo esa frustración escondía un hecho: para gobernar sin coalición hay que abrirse a las inquietudes, a las expectativas y a las demandas de otros sectores. Si se arma un gabinete plural, por ejemplo, hay que estar dispuestos a oír en él voces críticas, como las que venían oyéndose de parte de los ministros José Antonio Ocampo y Cecilia López, “defenestrados” aquella noche de abril. Así son las coaliciones: se gana gobernabilidad, se gana capital político, pero a cambio el mandatario renuncia a la posibilidad de hacer las cosas única y exclusivamente a su manera.

Pero esto último, sabemos, no cuadra con el estilo de Gustavo Petro. En la visión profética y providencial que tiene de sí mismo, el presidente se considera encarnación de un mandato popular expresado de manera absolutamente fiel en sus proyectos de reforma. Exagerando las dimensiones de su triunfo electoral —que si recordamos fue más bien estrecho— insiste en afirmar que sus reformas condensan una especie de clamor popular generalizado. Si uno piensa así, es apenas normal que no esté dispuesto a ceder y a conciliar como lo demandan los ejercicios de coalición.

Surge sin embargo un problema, y es que en un país como Colombia, complejo, diverso, lleno de múltiples sectores de opinión, con amplia diferenciación regional, y con numerosos partidos políticos representados en el Congreso, la única forma que hay de gobernar es haciendo coalición. Juntándose con otros. Y para juntarse con otros tiene que estar dispuesto a escuchar sus inquietudes.

Recordatorio de esto debería ser el hecho de que, en sus primeros meses de gobierno, cuando sí estuvo dispuesto a gobernar en coalición, el gobierno Petro logró sacar adelante una ambiciosa reforma tributaria, otras importantes piezas legislativas, y en general mantuvo una buena comunicación con la opinión. A este gobierno le faltan aún tres años y dos meses, en los cuales, sin tener socios y amigos en el Congreso, en las regiones y en el mismo gobierno, será muy difícil sacar adelante cualquier reforma y cualquier tipo de política pública.

Claro, está el recurso de la mermelada y de la política de pasillo. Tras la declaratoria de independencia del Partido de la U, nominalmente al gobierno le queda una coalición del 49% del Senado y del 55% de la Cámara, y ello asumiendo que el Partido Liberal se comporta unánimemente en apoyo al gobierno, cosa que claramente no va a ocurrir.

Empiezan entonces las negociaciones a la medianoche en pasillos oscuros del Capitolio y en oficinas de los ministerios, para ir ganando uno a uno los votos de los parlamentarios. Esto, lo sabemos bien, a cambio de prebendas de diversa clase: así es como funciona el clientelismo en nuestro país. La votación de la reforma a la salud en la Comisión Séptima de la Cámara nos da indicios, por ejemplo, de que la declaratoria de independencia de La U bien puede ser una mascarada, un recurso para quedar bien con la opinión pública mientras, en las votaciones, se van con el gobierno. Sin embargo la estrategia de la mermelada es difícil de mantener en un término tan largo (3 años) como herramienta única de gobernabilidad.

Queda por saber qué va a pasar con el Partido Liberal, que parecería estar fuertemente fracturado, y que vive un pulso entre César Gaviria y quienes le apoyan, por un lado, y el Ministerio del Interior, quien desde antes viene liderando una rebelión en ese partido.

Habría una alternativa, una que le ahorraría al país mucha incertidumbre y mucha pugnacidad política, y es que el presidente admita que él es el jefe de gobierno, no el profeta de la nación, y acceda a conversar y moderar sus reformas con otros sectores

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