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El mensaje es nítido: la cooperación con EE.UU. depende del alineamiento político. Y Petro, de múltiples formas, ha dejado claro que no forma parte de los alineados con Trump.
Nadie se puede dar por sorprendido con la decisión del gobierno de Estados Unidos de ponerle una mala nota a Colombia en su desempeño en la guerra contra las drogas.
Es más, se podría decir que con la descertificación con waiver, es decir sin sanciones concretas sobre la ayuda, Colombia la sacó barata. Las cifras son demoledoras: 253.000 hectáreas sembradas con hoja de coca en 2023 significa que hoy tenemos cinco veces más de los cultivos de hoja de coca que teníamos diez años atrás. No es que Colombia esté nadando en coca. Se está ahogando en coca.
El presidente Gustavo Petro alega que durante su gobierno se ha incautado más coca que nunca antes en el país. Y si bien eso es cierto en número de toneladas, no lo es como porcentaje del total de cocaína: mientras en otros años se decomisaba el 50% de la producción, en 2023 apenas se incautó el 28%.
Suena antipático que un país evalúe al otro. Sin embargo, en la medida en que Washington se mete la mano al bolsillo para ayudar a Colombia es lógico que quiera revisar si se está usando bien o no la plata de sus contribuyentes.
El impacto para el país está aún por verse. Sin embargo, podría pensarse que todo comienza y termina en un fuerte castigo simbólico a Petro. El mensaje de la Casa Blanca es claro: habla del “desacertado liderazgo de Petro”. Es evidente que Washington quiere poner un manto de duda sobre el mandatario –como ocurrió en su momento con el entonces presidente Ernesto Samper–, pero no perjudicar a Colombia.
El trasfondo geopolítico es claro. Vale recordar que Estados Unidos inspira su política internacional, desde comienzos del siglo XIX, en la doctrina del entonces presidente James Monroe, según la cual las potencias europeas —y luego asiáticas— debían mantenerse fuera de las Américas, y Estados Unidos asumiría el papel de garante.
Dos siglos después, con Donald Trump en la Casa Blanca, esa idea parece llegar recargada. La ahora llamada “doctrina Monroe 2.0” viene además con un kit de presión: sanciones, aranceles, operaciones militares y descertificaciones para alinear a los países latinoamericanos.
El presidente Trump busca demostrarle a su electorado que está dispuesto a imponer el orden a cualquier costo. En migración, por ejemplo, con amenazas de deportaciones masivas, endurecimiento del control fronterizo y obligando a terceros países a servir de barreras de contención. El mensaje a México ha sido inequívoco: si no detiene el flujo de migrantes, tendrá más aranceles. Ya se han impuesto tarifas y ha amenazado con incrementarlas.
Bajo el paraguas de la lucha contra las drogas, la Casa Blanca ha designado a múltiples grupos como terroristas. Esa clasificación habilita una batería de instrumentos —desde embargos hasta intervenciones militares— y funciona como llave para justificar acciones como las que hoy se desarrollan en el Caribe. La idea de ejecutar “golpes quirúrgicos” dentro de territorios extranjeros, incluida la amenaza de atacar a pandillas en México, ha dejado de ser un tabú y se utiliza ahora como ficha de negociación. Los recientes ataques a embarcaciones venezolanas podrían ser apenas un anticipo de medidas más contundentes en frentes futuros.
El tercer eje de esta doctrina es la contención de China. Gobiernos de toda la región han recibido advertencias sobre los riesgos de los proyectos de infraestructura financiados por Pekín, señalados como amenazas para la “paz regional”. Panamá ha sido presionado por la presencia china en la operación del Canal, y México ha sido inducido a gravar productos asiáticos.
A este nuevo intervencionismo se suma la injerencia directa, muchas veces descarada, de Trump en política interna de varios países. En Brasil, el caso más claro, el respaldo de Trump a Jair Bolsonaro tras su condena judicial: la Casa Blanca no ha dudado en aplicar aranceles a productos estratégicos brasileños, mientras presenta al expresidente como víctima de una persecución política. En Venezuela, el endurecimiento del discurso ha sido notable: el régimen de Maduro fue calificado como “narcoestado terrorista”.
Colombia, aunque no ha sido el foco principal, refleja con nitidez el rostro de esta nueva doctrina: la descertificación, primera en casi tres décadas. El país queda así bajo observación y con la amenaza latente de sanciones. El mensaje es nítido: la cooperación con Estados Unidos depende del alineamiento político. Y Petro, de múltiples formas, ha dejado claro que no forma parte de los alineados con Trump.
¿Estamos frente al inicio de un aislamiento diplomático que busca hacer frágil la posición internacional de Petro? ¿O será solo un gesto político de Washington, destinado a exhibir firmeza frente a un mandatario que no se alinea con sus intereses?..