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No podemos normalizar la muerte de Ana María Cuesta, ni la angustia de millones que esperan una cita, un medicamento, una cirugía. La salud no puede ser campo de batalla ideológica.
Ana María Cuesta, directora del Centro de Memoria y Paz de Bogotá, falleció el miércoles de la semana pasada esperando que la EPS Famisanar le diera los medicamentos para controlar su hipertensión pulmonar. Desde hacía dos meses ella trataba de hacer rendir el poco medicamento que le quedaba, tomaba un día sí y un día no, con la esperanza puesta en que llegara su nueva dosis. Pero no lo logró. Murió esperando, como el coronel de la novela.
La muerte de Ana María no se puede entender solo como una tragedia personal. Es también un símbolo muy doloroso de la crisis del sistema de salud que está dejando a su paso calamidades familiares y mucha angustia en los pasillos de clínicas y hospitales de todo el país.
La EPS es una de las tantas que el gobierno de Gustavo Petro decidió intervenir hace dos años. Y este fallecimiento es un cruel retrato de lo que millones de colombianos padecen hoy: un sistema de salud que se desangra ante la mirada indiferente del poder.
Se cumplió tristemente el objetivo del gobierno de poner contra la pared a las EPS, el famoso chú, chú, chú, y Ana María es una de sus víctimas. Como ella, miles de usuarios se han quedado esperando la entrega de medicinas o están pendientes de una cita médica o una cirugía. Triste ver el estado al que está llegando el que era considerado un sistema modelo.
Los responsables de su deterioro se lavan las manos como si la devastación no fuese consecuencia de decisiones deliberadas. Es inevitable recordar las palabras de la exministra Carolina Corcho, cuando afirmó que era necesario “inducir una crisis explícita en el sector” para viabilizar una reforma que nunca logró consenso. Su sucesor, Guillermo Alfonso Jaramillo, no corrigió el rumbo, sino que continuó el proceso de asfixia financiera, limitando la UPC por debajo de los costos reales del servicio. Hoy, sus efectos son inocultables.
Gestionar la salud en Colombia nunca ha sido fácil. Los gobiernos anteriores han hecho grandes esfuerzos para mantener un sistema que gozaba de más del 80% de aceptación de la gente. Pero a Gustavo Petro le parecía que la plata de la salud la debía manejar el Estado y decidió declarar la guerra a las EPS.
A nueve de las principales se las tomó. Juntas concentran el 60% de los afiliados, es decir, cerca de 30 millones de personas. Y sin embargo, lejos de mejorar, su gestión ha empeorado de manera alarmante.
Y a todas trató de asfixiarlas financieramente al no aprobar el aumento requerido para la UPC. Un informe de Así Vamos en Salud, con datos de 23 EPS al primer trimestre de 2025, encontró que la situación más crítica es la de las nueve intervenidas por el gobierno: su patrimonio negativo pasó de 1,3 billones en 2022 a 10 billones en 2025, sin contar la Nueva EPS que no reporta información y agravaría esa cifra.
La situación de Sanitas es paradigmática: el gobierno la intervino en abril de 2024. La multinacional Keralty, propietaria de Sanitas, dijo que esta era una “expropiación indirecta” e inició acciones penales contra el Estado colombiano. Más de un año después su situación es deplorable: de un patrimonio positivo de $21.000 millones en 2024 cayó a patrimonio negativo de $1,1 billones en 2025.
La Nueva EPS, que no ha reportado cifras recientes, concentra la mayor cartera vencida del sistema, con $10,8 billones adeudados a más de 2.000 entidades prestadoras. En total, la cartera vencida de todas las EPS con clínicas, hospitales e IPS ascendió a $27,6 billones. Y es esa deuda la que genera la crisis.
Detrás de estas cifras hay muchos seres humanos sufriendo. La sobreocupación hospitalaria en Medellín, que llevó a la declaratoria de emergencia, es una expresión del abandono del Gobierno Nacional. El Hospital San Vicente Fundación llegó al 280% de ocupación en urgencias. En otros centros, la cifra superó el 190%. Las IPS, ahogadas financieramente, suspenden servicios y todos se vuelcan a las clínicas y hospitales con más músculo.
Los pacientes de a pie —sobre todo los más pobres, los mayores, los discapacitados— pagan con su salud, y con su vida, el precio de una estrategia equivocada y una gestión negligente.
La Personería de Medellín ha documentado que el 83% de las tutelas recibidas tienen que ver con salud, y que en muchos casos ni siquiera las órdenes judiciales se cumplen. ¿En qué momento dejamos de ser una sociedad que protege la vida y la dignidad? ¿Por qué Gustavo Petro dedica el Estado a convocar a la gente a las calles y a aceitar su máquina de propaganda y no destina esos recursos valiosos para la salud del “pueblo”?
No es exagerado afirmar que el sistema de salud ha sido víctima de una intervención más política que técnica. Ante el fracaso de la reforma, el Gobierno optó por debilitar progresivamente a las EPS y sustituir su operación sin la capacidad ni la transparencia necesarias.
No podemos normalizar la muerte de Ana María, ni la angustia de millones que siguen esperando una cita, un medicamento, una cirugía. La salud no puede seguir siendo campo de batalla ideológica. Necesita gestión, ciencia, ética y sobre todo compasión.