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El resultado global de las elecciones regionales y locales del pasado 27 de octubre ha servido para que los partidos y movimientos políticos, y sus dirigentes, hagan toda clase de interpretaciones sobre el mensaje del electorado. Salvo en el caso de la aceptación del expresidente Álvaro Uribe sobre los resultados que consideran adversos para el Centro Democrático, los demás se han apurado a reivindicar victorias, “nuevas mayorías” y renacimiento de fuerzas que venían declinando.
La proliferación de coaliciones electorales, tantas de ellas con el solo basamento burocrático –toma de control funcionarial y contractual de gobernaciones y alcaldías– hace que cada uno de los partícipes en las respectivas candidaturas reclame como propio y exclusivo el triunfo del elegido y lo abone a su partido o movimiento.
Por su parte, casi todos los que están adscritos como opositores o como independientes del Gobierno, achacan a éste el giro del electorado, hablando de un “cambio histórico” que sería el preludio de un inexorable paso en las próximas elecciones presidenciales (2022) a fórmulas de centro izquierda o directamente de izquierda. Y a esas corrientes se adhieren por anticipado protagonistas políticos que nunca habían hecho profesión de fe hacia políticas sociales y de lucha contra las desigualdades.
Ayer, también, el expresidente César Gaviria mencionó, en entrevista en El Tiempo, que las elecciones del 27 de octubre habían sido un plebiscito sobre el Gobierno y que este lo perdió. Voces del propio Centro Democrático también han dejado entrever que hay visiones de reproche hacia la Casa de Nariño. No obstante, pierden de vista que en las elecciones regionales y locales el elector tiene como prioridad la elección de los gobernantes más cercanos a la gestión de la vida comunitaria, y que los últimos años en Colombia han mostrado que las lealtades partidistas son mutantes cuando se trata de escoger a gobernadores, alcaldes, diputados y concejales, así sean de signo contrario a quien apoyan para dirigir el Gobierno nacional.
Lo anterior no significa, por supuesto, que el presidente y su equipo de gobierno no deban atender las manifestaciones de opinión que afloran con la escogencia de los gobernantes departamentales y municipales. Es claro que hay señales. Varios de ellos ofrecieron programas con visiones muy distintas a las del gobierno central, lo cual es democráticamente legítimo, incluso necesario para que la pluralidad de opciones políticas sea un derecho ejercitable por parte de los ciudadanos.
Otra cosa distinta es que se pretenda exigir al Gobierno Duque que deje atrás toda la que ha sido su propuesta estratégica y sus ejes esenciales para cumplir lo que prometió en 2018 como programa electoral, y que fue avalado en su momento por voto popular mayoritario. El Gobierno debe replantearse lo que haga falta pero no dar saltos o aplicar frenazos abruptos, pues su programa fue votado para que se ejecutara en estos cuatro años.
No es un secreto que hay líderes políticos y partidos que miran con mucha simpatía las movilizaciones, ciertamente sin antecedentes allá, que están ocurriendo en Chile. En Colombia hay varios intentos de agrupar sectores que habitualmente convocan manifestaciones y marchas, para emular una movilización a gran escala. Eso, sumado a la falta de mayorías parlamentarias del Gobierno, a las dificultades para aprobar proyectos de gran calado, auguran un fin de año políticamente complejo y un 2020 con incertidumbres crecientes.
Muy importante será que el presidente y su Gobierno vigoricen los mensajes para que una mayor proporción de la sociedad vea qué se está haciendo, en qué se avanza y los grados de cumplimiento de los grandes proyectos que se van ejecutando.