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El Congreso de la República es una de las ramas del poder público sin el cual no es posible el funcionamiento de una democracia plena. A tal punto llega su esencial importancia que hay regímenes constitucionales que lo ponen en el centro mismo del edificio institucional: es el parlamento el que designa al Gobierno, y el desempeño de este depende de los apoyos electorales que tenga para la asignación de los escaños o de las mayorías que pueda conformar en coaliciones. Sin mayorías en el Congreso, no hay poder Ejecutivo.
En Colombia tenemos un sistema presidencialista y, a partir de 1991, con sus poderes históricos reducidos en cesión de atribuciones en el Legislativo y en las altas cortes -que, adicionalmente, se han atribuido, vía jurisprudencia, aún muchas más competencias de las que la Constitución les define-. El Congreso en Colombia hace las leyes y ejerce control político al Gobierno. Y es sede de deliberación y debate de los grandes temas nacionales.
En nuestro país hay una evidente desconexión entre el Congreso y la población. Que no es solo emocional, y que muestra una gran paradoja, pues en los comicios legislativos las votaciones para elegir senadores y representantes a la Cámara logran movilizar millones de sufragantes. Pero después del paso por las urnas ese vínculo entre electores y elegidos se diluye en gran medida, y queda sujeto a lo que de la imagen del Congreso se encarguen sus miembros de trasladar desde el Capitolio hacia afuera.
Esa imagen se ve golpeada de forma recurrente tanto por hechos y actos atribuidos sea a parlamentarios en lo personal, sea a la actuación de sus partidos y movimientos políticos con sus vaivenes e intereses cruzados. Unos y otros suman al cúmulo de percepción negativa que del Congreso tiene una abrumadora mayoría de los colombianos.
Es verdad también que la naturaleza propia de la función parlamentaria hace que los debates sobre temas y controversias nacionales sean intensos, a veces subidos de tono. Eso entra en lo habitual de una democracia, siendo lo deseable, dando cabida a la pluralidad de visiones, pues más nocivo es el unanimismo.
Pero paralelo a ello también hay que valorar y someter al tamiz crítico la calidad de los debates y de las intervenciones parlamentarias: su argumentación, las razones en que se fundan los juicios, su fuerza persuasiva, la calidad y coherencia del discurso mismo, la ilación de ideas y la concordancia con los principios que dice defender el representante popular.
No es reto menor para muchos de ellos, como lo es para una parte importante de la población, que en el Congreso haya curules no obtenidas en franca lid en las urnas y cuyos titulares son responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Algunas bancadas y sus miembros consideran que ese es un gran éxito de la democracia colombiana. Otros lo consideran algo política y éticamente inadmisible. Siendo esto último cierto, el hecho es que esa excepción la definieron los poderes públicos. Y en tanto siga siendo así, quienes han construido su vida pública desde el lado de la legalidad y del respeto a los valores cívicos, tienen en su mano las herramientas discursivas para intentar que la democracia no se rompa y que los principios del constitucionalismo demoliberal prevalezcan.
Que el debate siga siendo intenso es sano. Argumentos hay, y también formas inteligentes, incluso incisivas, de hacerlos valer. De allí que el insulto personal, sea desde adentro del Congreso o expresado desde fuera, empobrezca la calidad del debate público .