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El dato del crecimiento económico del tercer trimestre de 2025 sorprendió a más de uno. Con un avance anual del 3,6%, la economía colombiana mostró su mejor desempeño desde la llegada de Petro a la Presidencia y superó con holgura las expectativas del mercado, que lo ubicaban por debajo del 3%.
A primera vista, esta cifra podría leerse como una buena noticia. Sin embargo, detrás del número hay realidades que deben mirarse con lupa. Buena parte de este crecimiento se explica por un fuerte aumento del gasto público. El consumo del Gobierno creció un 15,2%, consolidando una tendencia: es el Estado, más que el sector privado o la inversión, el que está jalonando la economía.
También ha habido un aumento del consumo de los hogares, impulsado por factores temporales como el crecimiento de las remesas, la recuperación del turismo y los buenos precios del café.
Así, el crecimiento que hoy celebramos no es fruto de una economía que produce más o que invierte en su futuro, sino del gasto —tanto público como de los hogares— que se está financiando con endeudamiento, aumento de impuestos y circulación de efectivo. Es como si una familia mejora su nivel de vida a punta de tarjeta de crédito: se ve bien en el corto plazo, pero no es sostenible.
En el consumo de los hogares aparece precisamente un dato inquietante: el fuerte aumento del efectivo en manos de los colombianos (17% anual a octubre, según Anif) sugiere —sin ser prueba concluyente, pero sí un indicio relevante— que una parte del consumo que hoy impulsa la economía podría estar asociada a actividades informales o a fuentes ilícitas.
A esto se suman los aumentos recientes en el salario mínimo, que si bien han mejorado los ingresos de algunos trabajadores, no representan a la mayoría: más del 50% de los ocupados en Colombia siguen en la informalidad, sin acceso estable a salud ni pensiones. Las cifras muestran una formalidad laboral cada vez más intermitente: con muchos trabajadores entrando y saliendo de la cotización en pensiones.
Tampoco hay señales de que la inversión esté recuperándose. Este es uno de los motores clave para cualquier economía que aspire a crecer de forma sostenible. Mientras entre 2004 y 2019 la inversión representaba en promedio el 22% del PIB, hoy ronda apenas el 18%, y en algunos años recientes ha caído incluso por debajo del 17%. El caso del sector construcción es paradigmático: hace una década representaba el 7% del PIB; hoy apenas llega al 4%. Esto significa menos obras, menos empleos estables y menor dinamismo productivo.
Para el Gobierno, este dato llega en un momento políticamente oportuno. Tras dos años de bajo dinamismo económico —con crecimientos de apenas 1,8% en 2024 y menos del 1% en 2023—, este repunte permite mostrar resultados de cara al fin del mandato. Pero más allá del titular, el problema no es que la economía crezca, sino cómo lo está haciendo.
Lo que preocupa es que este crecimiento sea de “mala calidad”: poco sostenible, centrado en el gasto corriente y sin que se traduzca en mejoras duraderas en productividad, empleo formal o infraestructura. Es decir, no estamos sembrando para cosechar mañana.
Más grave aún, este modelo de crecimiento viene acompañado de desequilibrios fiscales cada vez más profundos. Según Fedesarrollo, el déficit público proyectado para 2025 supera el 7,5% del PIB y podría acercarse al 8% en 2026, niveles comparables solo con los años de pandemia, cuando la crisis global exigía intervenciones excepcionales. Hoy, en cambio, ese gasto creciente no tiene una emergencia que lo justifique. Se explica tal vez por la ineficiencia y la ideologización del Gobierno.
El aumento explosivo en los contratos de prestación de servicios, muchos de ellos sin impacto estructural, refleja una expansión estatal que no construye bases sólidas para el desarrollo, sino que parece responder más a necesidades clientelistas que a un plan de transformación.
Por si fuera poco, la inflación ha vuelto a repuntar, superando el 5%. Aunque el Banco de la República ha hecho esfuerzos por contenerla, el costo de vida sigue por encima de las metas. Esta situación se agrava con la discusión del salario mínimo para 2026, en la que el Gobierno, en un año electoral, podría optar por aumentos que no se correspondan con el crecimiento real de la productividad, alimentando más presiones inflacionarias.
En resumen: Colombia está creciendo, pero lo hace de manera frágil y desigual. La economía había crecido poco en los años anteriores —con tasas de apenas 1,8% en 2024 y por debajo del 1% en 2023—, y este repunte le permite al Gobierno mostrar resultados. Pero la manera como se ha dado parece más una ilusión de bienestar que a una mejora real en la capacidad del país para producir, invertir y generar empleo de calidad.
El reto para el próximo Gobierno será doble: por un lado, hacer un ajuste fiscal que recupere la sostenibilidad de las finanzas públicas; por otro, recuperar la confianza del sector privado y sentar las bases para que la inversión vuelva a ser protagonista.
De no lograrse ese equilibrio, corremos el riesgo de que este repunte sea un tenebroso espejismo: una economía que se desacelera bruscamente, sin margen fiscal para sostener el gasto y sin bases firmes para emprender nuevas reformas.