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No es un debate sobre la legalidad del uso de la fuerza, sino sobre la integridad del gobernante que ha demostrado que no defiende el principio de humanidad sino sus propios intereses.
Hay decisiones que no requieren mucha interpretación: se explican solas por la incoherencia que dejan al descubierto y sobre todo cuando –como en este caso– revelan una profunda contradicción moral.
Nos referimos al presidente Gustavo Petro, que mientras está ante los reflectores de las cumbres mundiales –o con un megáfono en las calles de Nueva York– llena su discurso de consignas tipo “potencia mundial de la vida”, crea estribillos como el de la “paz total” y se arropa con palabras como “humanidad” y “amor”. Pero luego, por fuera del alcance de las luminarias, firma la compra de 17 aviones de combate y justifica la muerte de menores de edad en bombardeos ordenados por su gobierno.
¿Qué clase de potencia de la vida compra aviones de guerra? ¿El mismo Petro que predica que el petróleo es muerte y apocalipsis, y con ese relato asfixia las finanzas del país, ahora se gasta $16,5 billones para comprar verdaderas máquinas de muerte? ¿Qué tipo de país prioriza ese gasto mientras el sistema de salud se desploma esperando que el Gobierno le gire una tajada de esos recursos? Algo no cuadra.
Petro ni se pellizca a la hora de estampar la firma en un contrato que en 2022 costaba 10 billones de pesos y ahora se firmó por 16,5 billones. La compra de jets de combate no solo desmiente el discurso pacifista y socialista del presidente: lo ridiculiza.
Y aún más paradójico es que Petro compre aviones, cuando el Ejército bajo su mando cada vez usa menos el equipo que tiene a su cargo: no son pocos los militares que se han quejado de que los Black Hawk se la pasan en tierra y se habla de que solo estarían operando 13 de 160 helicópteros del Ejército.
Son tantas las incoherencias que proporcionalmente no son pocas las suspicacias. Colombia pagará por estos aviones más que Tailandia que adquirió una versión comparable de los Gripen. Las explicaciones técnicas, contractuales o de contexto que podrían justificar esta diferencia aún no convencen, entre otras cosas porque sigue sin ser público el contrato y porque la decisión de la esposa –o ex esposa– del presidente Gustavo Petro, de irse a vivir a Estocolmo, ha alborotado el avispero de las sospechas.
No implica, por sí solo, que haya irregularidades en el contrato, pero sí impone una obligación moral: la de rendir cuentas con todo el detalle.
La contradicción se vuelve atroz cuando el presidente justifica bombardeos en los que murieron 15 menores de edad en el Guaviare, Caquetá y Arauca. Petro, que durante años denunció con vehemencia estos operativos —en especial durante el gobierno de Iván Duque—, que prácticamente lo utilizó para intentar incendiar el país, hoy los defiende con el mismo lenguaje que entonces repudió: que los niños hacían parte de estructuras armadas, que eran objetivos legítimos, que el operativo era necesario. Lo que ayer fue crimen de Estado, hoy es una decisión “difícil pero inevitable”. ¿Qué cambió? Nada, salvo que ahora el dedo que aprieta el gatillo está bajo su mando.
Bajó ese prisma parecería que para Gustavo Petro hay muertos buenos y muertos malos. Los que cayeron bajo otro gobierno eran mártires del abandono estatal, víctimas de una política cruel. Los que mueren bajo sus decisiones, en cambio, son daños colaterales, sacrificios estratégicos, cifras que se acomodan a un relato.
Esta reflexión no se trata de si el Estado debe o no usar la fuerza y cuándo ésta es legítima. Tampoco cuestiona si es necesario modernizar la Fuerza Aérea o si los bombardeos, en ciertas circunstancias, son tácticamente justificables. Esa es otra discusión. Lo que aquí se denuncia es el talante del presidente Gustavo Petro: el abismo entre su discurso cuando está en la oposición y sus decisiones y su narrativa cuando está en el gobierno.
Incluso la comparación con los ataques de Israel en Gaza es inevitable y escalofriante. Recordemos que Petro ha hecho de la condena a lo ocurrido en Oriente Medio su cruzada. Los israelíes siempre han alegado que bombardean los sitios donde están los cabecillas de Hamás que, según ellos, utilizan a los niños como escudos humanos. Si se hila delgado, la lógica con la que Petro justifica los bombardeos no es muy distinta.
No es un debate sobre la legalidad del uso de la fuerza, sino sobre la integridad del gobernante que ha demostrado que no defiende el principio de humanidad como tal sino algo mucho más prosaico: sus propios intereses.