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Como una ominosa sombra de dolor cayó ayer en la tarde la noticia de que había sido hallado muerto el niño de seis años Marlon Andrés Cuesta, quien estaba desaparecido desde hacía nueve días. El 5 de agosto se perdió su rastro en el asentamiento Esfuerzos de Paz 1, en inmediaciones del Ecoparque Las Tinajas, centro oriente de Medellín. Las autoridades ofrecían recompensa a quien diera pistas para localizarlo, y la Policía se aplicó a su búsqueda. Ayer, no obstante, fue encontrado en el mismo barrio donde desapareció.
Esta misma semana había ocurrido otro dolorosísimo caso en el corregimiento San Cristóbal, con la niña Sindy Johana Toro, de 12 años, quien también estuvo desaparecida y al final fue encontrada muerta con señales de abuso.
Y el miércoles, en el barrio Belén, sicarios en moto asesinaron a un joven de 16 años y en el ataque criminal hirieron a otro de 17 años y a un menor de 15.
La muerte violenta de menores de edad añade infamia a lo que de por sí ya es una acto inadmisible, como es matar a un ser humano. Y si esa muerte es el hecho final de una cadena de crueldad y destrucción de la dignidad que pasó por el abuso sexual, las agresiones físicas y morales o la tortura, el grado de descomposición moral que evidencia y pone ante los ojos de toda la sociedad es intolerable.
Cada caso es una bofetada al sentido ético de todos, tanto individual, en cuanto habitantes de este país, como social. Si bien ante cada crimen atroz hay unos responsables directos que deben responder ante la justicia, también hay unas responsabilidades éticas que la sociedad no debe ni puede eludir. El mandato constitucional es claro en establecer que para la protección de los derechos de los niños concurren el Estado (las autoridades, los gobiernos, todas las ramas del poder público), la sociedad y las familias.
A la sociedad le corresponde cerrar el paso a cualquier asomo de connivencia con el maltrato, el abuso, el abandono, la violencia física. Cooperar con las autoridades para prevenir cualquier delito contra los menores, y si estos ocurren, para denunciar a sus autores y esclarecer los hechos.
El Informe Forensis del Instituto Nacional de Medicina Legal correspondiente a los datos criminológicos de 2018 arroja que el mayor número de delitos sexuales se cometen contra niños, niñas y adolescentes. Que ellos (y ellas en particular) son también las víctimas más numerosas de violencia intrafamiliar.
El manejo de cifras es necesario, pero la estadística sirve para lo que sirve y no debe conducir a una insensibilización de las comunidades frente a este tipo de crímenes. Todo niño muerto de forma violenta, todo menor abusado, ultrajado en su integridad, lesionado en su dignidad, es un desgarro irreparable para todos. Nadie puede considerarse liberado de la carga moral que significa ser parte de una sociedad donde los crímenes contra los menores de edad pasan a ser simple registro de los medios. El dolor de la madre de Marlon Andrés, de Sindy Johana, como las de tantas otras antes, es también un interrogante enorme ante la justicia, ante todas las cadenas de impunidad que permiten que tanto criminal parta de la base de que sus atroces delitos nunca serán castigados.
Jamás resignarse a que esto suceda, jamás claudicar en la exigencia de respeto a los niños, jamás aceptar la impunidad ni la injusticia, jamás convenir con la pasividad o la indiferencia.