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El gobierno de Gustavo Petro, por momentos, parece incapaz de concebir una reforma o una política pública sin que medie una declaratoria de guerra. En ocasiones parece que no estuviera tan interesado en resolver los problemas, como en atacar o acabar sectores que por razones ideológicas no son de sus afectos.
La reforma a la salud es una guerra contra las EPS. La recién anunciada reforma a la educación se ha planteado en contra de las universidades privadas. La reforma pensional se ha presentado como una guerra al sector financiero. Hasta hoy se han encendido más conflictos que resuelto problemas.
Caso por excelencia ha resultado ser la política de desarrollo agropecuario, la cual no apunta a mejorar las condiciones de vida de los campesinos, ni a mejorar la productividad y la capacidad exportadora del país, sino que tiene como eje crear una guerra de clases entre campesinos y propietarios de la tierra.
Los problemas del desarrollo agropecuario en Colombia están muy bien diagnosticados, así como muchas de sus soluciones están identificadas. Se sabe, por ejemplo, que el sector jamás despegará a menos que, por la vía de la tecnología y la investigación, aumente su capacidad productiva. Se sabe que se necesitan vías terciarias y conectividad, y que se requiere potenciar la vocación exportadora, en particular de nuevos productos. Y claro, ayudaría mucho que el campo no esté dominado o amenazado por los grupos criminales y armados.
Uno se imaginaría, entonces, que un gobierno que de verdad quiere propiciar un despertar campesino llegaría a las zonas rurales con buena oferta de seguridad y servicios públicos, entre ellos el riego. Que fomentaría la investigación científica y el acceso del campesinado al conocimiento y la tecnología. Que facilitaría el acceso a fertilizantes. Y que promovería el acceso a mercados y la búsqueda de oportunidades para nuevos productos. Pero en vez de eso, eligió atizar el conflicto.
Mediante un proyecto de decreto que con razón ha generado alarma, el gobierno pretende organizar movilizaciones campesinas para defender su política, y crear mecanismos regionales y municipales permanentes (que no existen ni en la Constitución ni en la ley) para avanzar en el objetivo, que sería una redistribución de la propiedad de la tierra rural, atacando la propiedad que se considera no productiva.
Si este decreto se publica y sus mecanismos se ponen en práctica quedará abierto un enorme espacio para la arbitrariedad. No hay criterios objetivos de cuándo una tierra se considera improductiva y cuándo no. La intención parece ser entregar a dichos comités la capacidad de señalar a su antojo cuáles propiedades les parecen improductivas.
Eso en la teoría sobre sociedades ideales puede sonar bien. Pero en la práctica de un país en donde poderosas bandas criminales tienen el control territorial de zonas estratégicas se puede convertir en la peor herramienta que gobierno alguno pueda crear. ¿Qué tan independientes podrán ser estos comités con respecto a las bandas criminales que tienen control en varias zonas del país?
Por mencionar solo el caso de Antioquia: el Clan del Golfo está en 59 municipios, el ELN en 31, el Estado Mayor Central (antiguas Farc), en 19; Los Caparros en 11 y la Segunda Marquetalia en 4 municipios. A eso se suma que los dos paros armados que ha convocado el Clan del Golfo han paralizado por completo zonas del departamento.
Por eso, crear comités locales que definan la redistribución de las tierras, como lo invoca el decreto del gobierno Petro, casi que es como decir “miren a ver de qué finca se antojan”. Esto vendría acompañado de procesos que ni siquiera son de expropiación (que al menos tiene garantías judiciales) sino de extinción de dominio.
Que quede claro que nadie se está oponiendo a la participación ciudadana o campesina, por el contrario. El problema es que en territorios donde no reina la seguridad, ni el imperio de la ley y la Constitución, crear comités de participación local, por donde se puedan colar los amos y señores ilegales de esas tierras, sería una ventaja irreversible a favor de los grupos criminales.
Las reacciones al polémico decreto han sido múltiples, pero queremos comentar la convocatoria a la formación de “brigadas solidarias ganaderas”. Así como equivocado es el decreto, así de equivocada es esta reacción. No hay que ser muy suspicaz para saber el enorme riesgo que se genera con ese tipo de convocatorias: se abriría una puerta para volver a los años de las autodefensas y la violencia. Todo el mundo tiene derecho a defender sus derechos, pero debe siempre hacerlo dentro del marco de la ley.
No es tarde para que el gobierno nacional elija otro enfoque para su política agrícola, y que en vez de la movilización y la lucha de clases opte por el desarrollo, la tecnología y la vocación exportadora. Allí donde se requiera una mejor redistribución de la tierra ella debe hacerse con criterio técnico y con todas las garantías (de hecho, es algo que el Estado colombiano viene haciendo: según documento reciente del Ministerio de Agricultura se han entregado y titulado más de 1 millón 200 mil hectáreas a campesinos en los últimos 20 años).
El decreto, si el Gobierno lo firma, muy seguramente terminará en una frustración: campesinos pobres a los que les reparten tierras (solo para golpear a los propietarios) y después allí los abandonan (sin crédito, sin riego, sin servicios, sin tecnología) para que su destino sea seguir en la pobreza. Por mucha tierra que se reparta, no se logrará una redención del campo sin un salto cualitativo en el uso del conocimiento y control del Estado en el territorio.