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Está siendo tan evidente que el procurador General de la Nación, Fernando Carrillo, está embarcado en actividades que van mucho más allá de la dirección del Ministerio Público y de la concentrada labor de control disciplinario que le corresponde, que el propio presidente de la República, Iván Duque, le envió, en su presencia, un contundente mensaje, de una inusual franqueza dentro del acostumbrado lenguaje de cortesías entre los presidentes y los jefes de los entes de control.
El presidente Duque acudió a Cartagena para asistir a una de las “mesas de diálogo” que el procurador Carrillo viene organizando desde hace varios meses, pero que ahora se han convertido en un mecanismo paralelo en el río revuelto de la multiplicidad de intereses que se mueven detrás de los “paros nacionales” y las marchas de protesta.
Allí el presidente Duque dijo que “estos no son espacios para las vanidades presidenciales ni para candidaturas emergentes posibles, futuras o inmediatas”. ¿Exceso de sensibilidad, o prevención de quien se siente atacado? No parece. Es la notificación directa de que aquel principio constitucional de la “colaboración armónica” entre las ramas del poder público debe ir siempre de la mano del otro mandato constitucional: el de ejercer las respectivas competencias “en los precisos términos” que la Carta Política establece.
El procurador, de forma protagónica y, a juicio de cada vez más sectores de opinión, cruzando el ámbito de sus competencias, ha pretendido impartir instrucciones al presidente de la República sobre cómo debe proceder para gestionar los paros, qué debe negociar y hasta dónde debe ceder, a quiénes debe atender y a cuáles asuntos debe darles prioridad.
Carrillo está propagando juicios políticos, sus intervenciones públicas tienen esa naturaleza, a tal punto de que cualquier análisis del discurso conducen a concluir la formación de mensajes proselitistas, así se cobijen en la retórica de la protección de los derechos fundamentales y de la representación de los “intereses de la sociedad”.
La Procuraduría está concebida primordialmente para ejercer el control disciplinario de la actividad de los funcionarios públicos, para vigilar que la función pública se desempeñe en el marco de la Constitución y la ley. Es cierto que la Constitución dice que entre sus funciones está la de “defender los intereses de la sociedad”, y de esa cláusula abierta se han prendido los procuradores de las últimas décadas para intervenir en los más diversos asuntos.
No es el único caso en que una institución del Estado, y en concreto su titular, expande los límites de sus atribuciones. Pasa también con otras de carácter colegiado, como la Corte Constitucional. Pero ya de por sí son suficientemente amplias e importantes las funciones del procurador y de la Procuraduría como para ir queriéndose erigir en un presidente paralelo. No es su función.
Hay un país entero que aguarda que se haga un control disciplinario eficaz, que se vigile el desempeño de los servidores públicos, que se ataje la corrupción. Más que ponerse a hacerles barra a los paros y a propagar mensajes que parecen eslóganes de campaña, hay una deuda pendiente, enorme, descomunal, de los jefes de los entes de control, y en particular de la Procuraduría, para que este país y sus funcionarios discurran por la senda de la legalidad y la transparencia. Que se aplique a ello el señor procurador.