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Las reformas de alto costo político — una posible tributaria, la reforma a la salud, la polémica ley para las bandas o un proyecto sobre servicios públicos— tienen menos posibilidades de aprobarse.
Hace poco, el exministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, decía que “La ley no escrita del Congreso es la más importante” para explicar cómo funciona el legislativo: “El primer año es del Gobierno; el segundo es compartido entre Gobierno y Congreso; el tercero es del Congreso, y el cuarto no le pertenece a nadie, porque todo el mundo está pensando en el siguiente Gobierno”. Sin haberse cumplido esta fórmula con total exactitud, algo de ese patrón sí se ha observado en los primeros tres años del gobierno de Gustavo Petro.
En los meses iniciales, con holgadas mayorías —incluso partidos como el Conservador y el Liberal se declararon de gobierno—, la administración Petro sacó adelante una ambiciosa reforma tributaria, en lo que parecía la típica “luna de miel” entre Ejecutivo y Legislativo.
Esa realidad cambió pronto con el trámite de la reforma a la salud: la postura intransigente del Gobierno Nacional rompió la coalición y comenzó a dificultar sus proyectos en el Congreso. Con todo, puede decirse que, mal que bien, ese prolongado “segundo año” iniciado tras la aprobación de la reforma tributaria fue efectivamente “compartido”. El Ejecutivo sufrió reveses —la reforma a la salud y el primer intento de reforma laboral—, pero también logró un gran hito: la aprobación de la reforma pensional en el Senado.
Luego, en el tercer año que acaba de concluir, la llegada de Efraín Cepeda a la presidencia del Senado —y su conversión en uno de los principales defensores de las instituciones que lo convirtió a su vez en uno de los mayores opositores del Gobierno Nacional— marcó un comportamiento atípico: fue, sí, un año que se podría clasificar como del Congreso, pero con varios bemoles. Por un lado, se aprobaron proyectos en los que Ejecutivo y Legislativo coincidieron, como la reforma al Sistema General de Participaciones, impulsada por el entonces ministro Juan Fernando Cristo y celebrada por numerosos congresistas al permitirles gestionar más recursos para sus regiones, pese a sus riesgos fiscales. Por otro, ocurrió algo inédito: el Congreso negó el Presupuesto y una reforma tributaria, reafirmando que era “su año” y empujando a Petro a instaurar un clima de confrontación institucional que dominó las últimas semanas de la legislatura. La reforma laboral se hundió y luego resucitó, se rechazó la consulta popular y el país presenció el “decretazo”, que dejó a Colombia ante la amenaza de un primer mandatario dispuesto a poner en entredicho la separación de poderes y la Constitución de 1991. Bajo este contexto, ¿será que la nueva y última legislatura que le resta al gobierno de Petro, iniciada el pasado 20 de julio, cumplirá con esa ley no escrita según la cual el último año “no le pertenece a nadie”?
El primer elemento por analizar es quién liderará las dos cámaras del Congreso en este último año de gobierno: Lidio García Turbay en el Senado y Julián López en la Cámara.
En lo que respecta a la Cámara, la dinámica no debería variar significativamente frente a los años precedentes: Petro siempre ha contado con un aliado incondicional en la presidencia de esta corporación, donde, a punta de burocracia, ha logrado mantener mayorías. López, del Partido de la U pero alineado con el Gobierno desde el inicio, lo ha dejado claro: no pierde oportunidad de mostrar que está del lado del Ejecutivo. Mientras liberales, conservadores, verdes y la U sigan, como hasta ahora, seducidos por la tentación del erario, la facilidad de Petro para manejar la Cámara no debería cambiar.
Sin embargo, esta vez hay un nuevo elemento: las dos vicepresidencias de la Cámara quedaron en manos de la oposición, por lo cual no le va a quedar fácil al Gobierno mover los hilos en esta Corporación.
En el Senado, sin embargo, sí podemos esperar un giro. Lidio García, el senador liberal más votado —quien ya ocupó esta misma posición durante el gobierno de Duque— ha estado en contra de la mayoría de los proyectos del Ejecutivo y es cercano a César Gaviria, que desde la presidencia de su partido ha mantenido un tono de firme oposición. No obstante, su nombramiento se percibe como el de alguien que ofrece garantías a todos, estando en una postura que se podría considerar de “independencia” al gobierno, no de oposición. Tras sus primeras declaraciones da a entender que va a defender la independencia del Legislativo pero también propone un ambiente de conciliación.
Como los resumió Armando Benedetti, su principal interlocutor, en La Silla Vacía: “creería que tengo cómo hablar con Lidio y entenderme. Yo no veo a Lidio haciendo una oposición a ultranza (...), como lo hizo Efraín Cepeda.”
Ahora bien, incluso entendiendo esta dinámica, esta última legislatura se perfila aún más complicada que la anterior para sacar adelante los proyectos del Gobierno. Primero, porque el costo de “comprar” mayorías —como se ha hecho, uno a uno, hasta ahora— se dispara: los congresistas ya no exigirán cuotas burocráticas, sino pactos que les signifique votos en 2026. A ello se suma el efecto de la Ley de Garantías, que restringe la capacidad del Ejecutivo para presionar a los parlamentarios mediante “mermelada”. Segundo, el ausentismo aumentará, pues buena parte del trabajo se trasladará a las plazas públicas de sus regiones, algo costoso cuando las mayorías son tan estrechas. Y tercero, porque los debates de control político —rentables en exposición mediática para un Congreso en campaña y hasta ahora relativamente escasos— podrían intensificarse y dejar al descubierto los flancos débiles de los ministros, dificultando aún más la ejecución de la agenda legislativa.
Así las cosas, las reformas de alto costo político impulsadas por un gobierno impopular —como una posible nueva tributaria, la reforma a la salud, la polémica ley para las bandas o un proyecto sobre servicios públicos— tienen menos posibilidades de aprobarse en este cuarto año que en los periodos legislativos anteriores.
Sin embargo, hay que esperar a ver, porque si algo hemos aprendido con Petro, es que incluso las “reglas no escritas” resultan difíciles de cumplir.