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El movimiento secesionista que arreció en Cataluña desde hace siete años -habiendo estado latente durante decenios- estaba plenamente advertido de que actuaban rebasando el marco constitucional y legal, y de que las consecuencias de esa forma de canalizar sus propuestas llegaría a un punto en que no iba a ser contrarrestado políticamente, sino por la vía del código penal.
El momento al que se ha llegado ahora, con desórdenes, bloqueos de vías y accesos al aeropuerto de Barcelona, manifestaciones con componentes violentos, era no solo previsible sino que su guion ha sido anunciado una y otra vez, de forma más que desafiante, por los promotores de ese proyecto independentista que en estos últimos años tiene a esa región del noreste de España bloqueada institucionalmente, frenada en su economía y a sus pujantes empresas e industrias sumidas en la incertidumbre.
El que llaman allí “sentimiento nacional catalán” ha existido desde hace muchos años. Y en otros períodos de la historia ha adoptado posiciones radicales. No obstante, a partir de la Constitución de 1978, se había sabido acoplar al sistema de comunidades autónomas, con amplias transferencias de competencias por parte del Estado español. Si bien hay un largo camino de “memoriales de agravios” por lo que consideran injusto trato fiscal, entre lo que aportan y lo que reciben, el dinamismo económico de Cataluña era motor de progreso para España en su conjunto.
La cuestión es que desde principios de esta década el discurso nacionalista se radicalizó para pasar a ser abiertamente rupturista, secesionista. Y coincidió esa radicalización con los procesos judiciales que la justicia inició contra el líder hegemónico del partido nacionalista y contra los miembros de su familia, enredados todos en decenas de casos de corrupción.
Primero el gobierno del Partido Popular, con Mariano Rajoy, y desde hace un año el provisional del Partido Socialista, con Pedro Sánchez, han intentado, con menos flexibilidad Rajoy, y con mayor Sánchez, abrir posturas de entendimiento. Lo que pasa es que lo que exigen los promotores secesionistas es inasumible para un político demócrata en España: un camino unilateral de rompimiento del orden constitucional, para erigir una República Catalana.
Es cierto que la vía actual contemplada por la Constitución Española es casi impracticable: disolver el Parlamento, convocar elecciones, y luego un referendo en toda España. Pero más impracticable aún es la vía unilateral, en un Estado miembro de la Unión Europea, y con mayor razón cuando no es una mayoría cualificada de esa región la que quiere la independencia. Si bien hay mayorías relativas de nacionalistas -son mayoría en el Parlamento catalán-, no todos ellos son independentistas.
El Tribunal Supremo de España ha juzgado a los principales líderes independentistas, en un proceso con todas las garantías, no por independentistas sino por haber incurrido en los delitos de sedición y malversación de caudales públicos y desobediencia. Hubo un desafío a las leyes y presumieron de ese incumplimiento. Esta decisión judicial es aplicación del derecho, pero evidentemente no cierra el contencioso político que perdurará muchos años, pues el sectarismo del que hacen alarde los actuales dirigentes separatistas no parece que vaya a remitir ni a entrar en razón.