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Fedesarrollo estima que la Orinoquía impulsaría un crecimiento de hasta $805 billones en valor agregado en 20 años, equivalente a la mitad del PIB del país en 2023.
Los colombianos aprendimos en el colegio que el país se divide en seis regiones: la Andina, donde habita la mayoría de población y están Bogotá y Medellín; la Caribe, que abarca toda nuestra salida al Atlántico; la Amazonía, nuestro pedacito del pulmón del mundo; la Pacífica, que se extiende desde la frontera con Ecuador hasta Panamá; la Insular, que comprende el Archipiélago de San Andrés y Providencia; y la Orinoquía, quizás la más difícil de describir y relegada en un rincón del imaginario nacional.
La Orinoquía ocupa el 25% del territorio colombiano y alberga un enorme potencial inexplorado: 25 millones de hectáreas con suelos que, mediante tecnificación, podrían convertir este pedazo de nuestro país en una de las grandes despensas de alimentos del mundo. Y dentro de ese inmenso territorio se encuentra la llamada Altillanura, con 13 millones de hectáreas (Mapiripán, Puerto López, San Martín y Puerto Gaitán, en el Meta; Puerto Carreño, Santa Rosalía, Cumaribo y La Primavera, en Vichada).
Ese tesoro inexplorado cobra especial importancia gracias al estudio recién publicado por Fedesarrollo: “Propuesta para el desarrollo de la Orinoquía colombiana”. Suena extraño que 200 años después de creada la república estemos apenas hablando de una propuesta de desarrollo para un territorio que ocupa la cuarta parte del país. Pero esa es la realidad.
En la época colonial se planteó un proyecto para utilizar el río Meta como integrador de los Llanos, pero nunca se concretó. Entre 1967 y 1980 se puso en práctica una política de adjudicación de baldíos para su uso productivo, y si bien se expandió la frontera agrícola, las peleas por tierras no dejaron avanzar. Hasta ahora, la ganadería ha sido la actividad principal en la Orinoquía, con el 22% del hato ganadero nacional. Y pare de contar.
Sin duda, Colombia está demorada. Pero por otro lado, también lo podemos entender como una gran noticia tener aún una ventana al progreso de esta magnitud. Tal vez ningún otro país del mundo puede decir que tiene al menos 4 millones de hectáreas listas (del total esas serían las más disponibles) para sembrar comida.
Para hacernos una idea del potencial desaprovechado, basta con mirar a nuestro vecino Brasil. El desarrollo de Mato Grosso, con geografía y clima similares a la Orinoquía, ha sido uno de los fenómenos de desarrollo más impresionantes del mundo en las últimas dos décadas. Su economía creció al 4,7% anual entre 2002 y 2020, más del doble del promedio del país, y se convirtió en epicentro del auge agrícola brasileño. La tecnificación del agro permitió adaptar cultivos como la soya a los suelos ácidos, transformando un territorio históricamente inhóspito y de “tierra mala” en una de las dos más grandes despensas del mundo.
Hoy, el sector agroindustrial brasilero representa el 25% del PIB del país y emplea a una proporción similar de la población. En lo que va del siglo, las exportaciones agrícolas han cuadruplicado su participación en el comercio exterior, alcanzando el 40% del total, con la soya como motor.
El Mato Grosso es considerado el milagro económico del Brasil y ha desplazado en términos de crecimiento a históricas potencias industriales –Sao Paulo y Río de Janeiro–. Los salarios en el sector agroindustrial triplican la mediana nacional, llegan trabajadores calificados, se expanden servicios y el recaudo de impuestos se ha multiplicado en tres décadas.
¿Por qué no se ha logrado ese milagro en Colombia? Primero, concluye Fedesarrollo, por la inseguridad jurídica sobre la tenencia de la tierra. Mientras no haya suficiente claridad sobre los derechos de la propiedad la incertidumbre espanta a los inversionistas. En ese punto cobra especial importancia la famosa UAF (Unidad Agrícola Familiar) una figura que no permite a ningún propietario poseer y explotar más de determinado tamaño: en Vichada, por ejemplo, es de 1.200 hectáreas –ni una hectárea más ni una hectárea menos–, pero en la práctica lo que ha hecho es poner en pausa el desarrollo a gran escala del campo. Cualquier proyecto agroindustrial, según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, no se logra con minifundios.
En segundo lugar, está el problema de la deficiente infraestructura de transporte y servicios, lo que al final del día es una gran oportunidad de construir carreteras y habilitar la navegación por los ríos.
Fedesarrollo recomienda una Ley especial para la Orinoquía que modernice el régimen de tierras y facilite la consolidación de proyectos agroindustriales. En infraestructura, propone un Plan Maestro de Transporte que priorice la rehabilitación de la vía Puerto López–Puerto Carreño y la mejora de corredores estratégicos, además de la creación de un fondo para financiar proyectos viales y fluviales. Entre otras recomendaciones.
Y si se aplican estas medidas, Fedesarrollo estima que la Orinoquía podría impulsar un crecimiento de hasta 805 billones de pesos en valor agregado en 20 años, equivalente a la mitad del PIB del país en 2023: algo que no le sobraría a nadie.
Por estos días en que los colombianos vivimos aturdidos por una epidemia de malas noticias, no cae para nada mal darnos la oportunidad del optimismo. Mientras el gobierno de Gustavo Petro implosiona un día sí y otro también, el país puede reclamar algo que nos ha caracterizado como nación y es el derecho a la esperanza con propósitos como este, de desarrollar la Orinoquia.