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Diez años sin Calixto, el cura sabio que murió caminando

  • El Padre Gustavo Vélez Vásquez literalmente murió caminando sobre una de las cumbres que rodean el Valle de Aburrá. FOTO ARCHIVO JUAN FERNANDO CANO.
    El Padre Gustavo Vélez Vásquez literalmente murió caminando sobre una de las cumbres que rodean el Valle de Aburrá. FOTO ARCHIVO JUAN FERNANDO CANO.
10 de septiembre de 2019
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Caminar y enseñar no han sido dos actividades humanas incompatibles, como tampoco lo son caminar y meditar, o caminar y orar. La escuela peripatética fundada en Grecia por Aristóteles utilizaba la caminata como método pedagógico. El maestro recorría un bosque o un jardín con sus discípulos al mismo tiempo que les transmitía el conocimiento. Peripatein en griego quiere decir precisamente pasearse. Sucede algo similar desde el Medioevo hasta hoy con los caminantes de Compostela, como aconteció hace dos mil años con los caminantes de Emaús. Grandes cambios espirituales, bellas inspiraciones, impactantes experiencias místicas, interesantes conversaciones han tenido lugar al caminar, porque caminar es también un proceso contemplativo y espiritual.

Esto lo comprendió muy bien Gustavo Vélez Vásquez, conocido mediáticamente y cariñosamente como Calixto, quien hace diez años, literalmente murió caminando sobre una de las cumbres que rodean el hermoso Valle de Aburrá. Fue un cura que entendió que caminar es una de las formas más privilegiadas para sentir que el cuerpo y el alma son una sola cosa; que caminar “es bueno para el corazón”, pues despeja no solo las arterias y las neuronas, sino que expande la capacidad contemplativa, y enamora más de la vida.

Además de caminante, fue un maestro, un buen comunicador, un gran pedagogo. Comunicaba con profundidad y sencillez, al estilo del filósofo envigadeño Fernando González, quien también, como buen sabio y caminante, nos dejó su famosa obra Viaje a Pie, publicada en 1929, justo un año antes del nacimiento de Calixto.

Buenas noticias

A este cura comunicador y caminante de montaña corresponden perfectamente aquellas expresivas palabras del profeta de la antigüedad judía: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que trae buenas noticias!» Calixto divulgaba, casi con insistencia, el verdadero significado de la palabra griega Evangelio, evangelyon, que es Buena Noticia. Sin ser ingenuo, él fue en efecto un portador de buenas noticias, porque sus palabras y enseñanzas, tanto en público como en privado, ayudaban a que la gente pudiera ser más libre y más feliz frente a los problemas y malas noticias de la vida, que son muchas veces inevitables: «Hermano, lo que hoy te hace preocupar o llorar, en dos años lo vas a recordar y estarás seguramente riéndote», me dijo algún día durante una caminata al páramo de las Baldías, al verme afligido por algún problema juvenil que le conté.

Aconsejaba como lo hace un papá que le habla calmadamente con sabiduría a un hijo en el comedor de la casa al llegar la noche. Calixto se acercó, escuchando con respeto y prudencia, interesándose auténticamente en la vida e historia de cada hombre o mujer que lo conoció, fuera uno creyente o no. Hablaba con simple y llana sabiduría de los dramas de la vida, de la grandezas, dolores y cosas simples del amor: “Hermano, déjala caer, que se quiebre en pedazos esa estatua del hombre perfecto, ese ideal de vida perfecta que uno construye, y así serás vos mismo y más tranquilo”. Recuerdo que me dijo esto, escuetamente, durante una travesía sabatina por las montañas de Altavista camino a San Antonio de Prado, refiriéndose a los miedos del ego que tanto nos hacen sufrir a los seres humanos. De alguna forma Calixto fue un precursor en Antioquia del estilo sencillo y realista, humano y cercano, franco y respetuoso que introdujo el Papa Francisco al ser elegido en 2013.

Recuerdo muy bien por ejemplo cuando al pasar por una pantanosa trocha en el sector de la Miel en Caldas, me explicó la diferencia entre fe y religión. El hombre se detuvo algo agitado y jadeante, hizo un silencio, me miró a los ojos, e hizo un apunte con la diáfana sencillez propia de la sabiduría antioqueña: “Hermano, una cosa es el confite y otra cosa la envoltura del confite. La fe es el confite, y no el papelito. El papelito es la religión. La gente que se queda solo en la religión y en el ritual es como alguien que se queda con el papelito, la envoltura, así sea muy bonita, y bota el confite que es lo que sabe bueno y endulza este momento de la vida”.

Practicar

Su fe cristiana no era por eso una lista de teorías, de anuncios de castigos, de muchos dogmas, de ritualismos o de códigos clericales, sino que estaba conectada con la vida real, con las esperanzas y con las necesidades humanas concretas de “la gente de a pie” o, precisamente como reza el dicho, “con los pies sobre la tierra”, como hace un buen caminante.

Para Calixto el cristianismo no era sólo una enseñanza de una espiritualidad, de ideas abstractas, etéreas o intangibles. Para él, el cristianismo era ante todo una enseñanza de cómo vivir en plenitud la materialidad, la vida cotidiana, el cuerpo, pues ese Dios se encarnó, y entra también por los sentidos, “con sabor a Evangelio”, como anunciaba la presentación inicial de su programa de radio. Con Gustavo Vélez uno literalmente saboreaba las palabras de Jesucristo, como uno saborea un chocolate caliente luego de una caminata allá por el Alto del Boquerón.

Si quisiéramos expresar en una sola imagen quién fue Calixto, podríamos de nuevo evocar el jingle de su programa de radio y de televisión “Tejas Arriba”, inspirado de la columna dominical que el legendario Calixto tuvo durante 31 años en EL COLOMBIANO. En ese jingle se oía a un hombre silbando apaciblemente. Ese hombre es ese cura que caminó silbando y silbó caminando por la vida, expresando la paz profunda que da el mensaje de “buena noticia” que él quiso transmitir. Un mensaje que enseña que la verdadera sabiduría y la eternidad no son una cosa intangible de un “más allá”, sino algo real, que se hace tangible viviendo en plenitud en el aquí y en el ahora, en el hoy, y que resume el mensaje de sabios y de espiritualidades a través de todos los tiempos.

Es el Carpe Diem, aprovecha el día, que en palabras de Jesucristo es el “danos hoy el pan de este día” o el “cada día tiene su afán”.

“Salvarse”, afirmaba Calixto, no es ingresar a la eternidad de un incierto cielo futuro, sino aprender mansamente a entrar en el momento presente. La eternidad es vivir el hoy en una confiada esperanza de niño a través del perdón, base de esta libertad humana, pues el verdadero infierno es estar exiliados del más bello momento de la vida: el momento presente, y vivir como desterrados en las culpas del pasado o como vagabundos en los miedos al futuro. Esta libertad gloriosa solo la puede vivir un niño, un hombre crucificado o un adulto que vuelve a una infancia espiritual luego de la crucifixión lenta o súbita de su ego. Para Calixto la transcendencia no estaba entonces por allá lejos detrás de las nubes, o en la trastienda de alguna ignota galaxia, sino cerquita, simplemente ahí, “Tejas Arriba”, al alcance de todos, teniendo el mundo como un hogar bajo el techo de la compasión que nos protege y abriga ante el ineludible misterio del mal y del sufrimiento en el mundo.

Como la vida para nadie es fácil, y Calixto lo sabía, el buen humor siempre lo acompañó. Lo acompañó como un bálsamo ante el dolor, o como antídoto contra aquellos efectos venenosos del dolor y el sufrimiento que son el odio o la desesperación. Como lo dijo algún día el Papa Francisco, el buen humor y la risa son, desde el punto de vista puramente humano, lo más cercano a la presencia de Dios.

Ser padre

Es importante resaltar un aspecto fundamental de la vida de Gustavo Vélez. Sin haber engendrado físicamente hijos, este hombre ejerció a cabalidad la paternidad, y con toda naturalidad recibía el apelativo de Padre. Calixto no fue ciertamente un clérigo solterón al que le quedaba grande el título de Padre. Esto saltó a la vista el día de su sepelio en La Metropolitana, en el Parque de Bolívar, cuando cientos de ciudadanos a quienes él había apoyado moralmente, aconsejado espiritualmente o ayudado materialmente, se sintieron huérfanos de su presencia, y en una conmovedora manifestación lo reconocieron públicamente como tal: un Padre para mucha gente de Medellín y Antioquia.

Esa paternidad, ejercida por Gustavo Vélez con viril dulzura, fue el baluarte y apoyo para muchos en momentos de duda y fragilidad. También en momentos de pobreza: “Hermano devolvámonos ya pa’ Medellín. Es que tengo que a ir a visitar una familia pobre, a llevarles una ayudita”. Expresaba esto a menudo, sin dar más detalles, al regresar con los zapatos empantanados a su legendario Volkswagen tras haber por varias horas recorrido algunas trochas. Cuando algún barrio del Valle de Aburrá llegó a vivir un desastre o tragedia natural, Calixto se hacía discretamente muy presente.

Este sacerdote caminante, que vivió sus últimas décadas en una modesta casa en el sector de Belencito como capellán del convento de la Madre Laura, no solo con su palabra sino sobre todo con su vida mostraba a la gente la realidad de un Dios que es Padre, y que es Padre bueno, amable y cercano. Su Dios no fue aquel Dios castigador, justiciero y lejano, sentado impávido en un cielo intangible, como tampoco aceptaba que Dios hubiera sido desechado por las ideologías ateas del siglo XX que dejaron mentes y naciones enteras desoladas y sin esperanza.

Calixto no le comió cuento tampoco a las espiritualidades light o a las grandes promesas y retóricas de felicidad del mundo contemporáneo. Calixto fue el cura de un Dios encarnado, de un Dios caminante que tiene pies y corazón, de un Dios que camina con la gente y que une a la gente. El Dios del Calixto caminante puede ser encontrado, casi dibujado, de forma bella y poética en el libro hebreo de la Génesis de la Humanidad: “El hombre y la mujer escucharon los pasos del Señor Dios que caminaba en el jardín al caer el sol de la tarde”.

Ese Dios padre y maestro que enseñaba Calixto camina, quizás silbando, por el jardín de la vida, y se pueden escuchar de cerca sus pasos sobre las hojas secas del bosque. La necesidad de tener un Padre bueno y cercano es como una nostalgia de toda la humanidad y de cada ser humano, debido a una gran ruptura con la primitiva Paternidad Universal. Es un drama común a la humanidad a través de la historia. Es como algo inscrito en las raíces ancestrales e inconscientes del género humano. Calixto lo vivía, lo sabía y lo enseñaba al gemir cada día su Padre Nuestro.

El epílogo del caminante

Dejé de hacer senderismo y tertulia en caminata con el peripatético maestro Calixto pues tuve que regresar a mis estudios en París en 2007. No obstante seguimos en contacto epistolar hasta su muerte. Sus correos electrónicos asiduos eran todo un deleite al leer lo que escribía de manera muy sabia y amena sobre la vida, el país, la política, las anécdotas de sus amigos, y sobre su pasión y añoranzas de caminatas. “Hermano, ¿cuando volvés pues de Francia, para que vamos por allá a caminar por allá arriba del Escobero? Hay una reserva muy bonita llamada San Sebastián. Es el punto que te falta para divisar a Medellín”, me dijo unas dos semanas antes de su muerte.

Precisamente fue en ese lugar medianero entre El Retiro y Envigado, en la espesa frialdad de aquella noche boscosa del primer domingo de septiembre de 2009, que Calixto se encontró inesperadamente cara a cara, pero a ciegas, con la muerte. “La vejez es como una nueva adolescencia, pero con canas, antes de la muerte”. Recuerdo que me lo dijo algún día al pasar por un alambrado de púas de algún potrero lleno de boñiga, agachándose con la flexibilidad de un muchacho, cuando ya merodeaba los 75 años, aquel hombre nacido en 1930 en Angelópolis, y que esperaba morirse de viejo. La noticia de su desaparición conmovió al país.

Al llegar al zénit de la oscuridad de esa primera noche que puso a Antioquia en vela y en vilo, Calixto tuvo una última comunicación con un socorrista antes de que se acabara la última gota de batería de su celular. Solo logró decir que “estaba bien, asustado y con frío”. De ahí en adelante entró en su gran silencio, y súbitamente, el canoso, sólido y sabio hombre, el veterano consejero, se volvió una figura frágil que los organismos de socorro buscaban angustiosamente como se busca a un niño perdido.

Para Calixto, como creyente, el miedo no era lo mismo que el temor. Esto lo evoca la impactante frase atribuida al poeta y rey David en aquel Salmo que Calixto recitó muchas veces y que ilustra su drama: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, pues tu bastón y tu cayado me sosiegan”. Como en la experiencia que inspira ese verso, en Calixto, intuye uno, no hubo temor en el alma al caminar esa noche, aunque hubo seguramente en su mente mucho desasosiego. Rememoramos hoy esas horas de zozobra y de suspenso que precedieron su muerte, cuando toda Colombia y en especial sus amigos esperábamos que lo hallaran vivo. Recordamos esos momentos dramáticos del epílogo de su paso por este mundo, mientras Calixto, el pastor de muchos, paradójicamente caminaba como una oveja perdida y solitaria envuelta en la penumbra. Aquel padre de muchos murió como un niño huérfano extraviado en el bosque.

Intuye uno que durante esa noche el curtido caminante Gustavo Vélez, Calixto, vivió in extremis en su carne la radicalidad del famoso poema de Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, son tus huellas el camino y nada más. Caminante se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.

El cura caminante siguió en efecto andando, haciendo camino al andar a ciegas en la noche. Esta vez no caminaba más y más para buscar un nuevo paisaje, sino instintivamente para no morir de frío en ese cuasi páramo de la reserva de San Sebastián. Ese caminante hizo en la noche su camino, al andar, un camino que lo llevó a la muerte del cuerpo, al caer a un precipicio, representación de aquel otro gran precipicio de la gran oscuridad que es para todo humano la misma muerte.

Gustavo Vélez Vásquez encarnó, vivió así en su propia carne aquella frase evangélica pronunciada hace dos mil años por Jesús de Nazaret como una buena noticia: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no produce fruto”. No murió entonces Calixto como grano disecado por el frío, y que queda estéril, sino como una semilla que cae y muere para fecundar la tierra, para engendrar, para vivir. La muerte y la descomposición de la semilla enterrada no es el fin de la metamorfosis de la vida, aunque la tierra por dentro sea más oscura que la noche, y la muerte sea aún mucho más oscura que ellas dos. Ese gran silencio y esas profundas tinieblas son el discreto preludio de una nueva gran eclosión de la vida y no la apoteosis cacofónica de la nada y el sinsentido. La semilla de Calixto se precipitó en aquel abismo de la oscuridad, y reventó en la noche con un gran golpe o, quizás con varios golpes. “Golpe a golpe, verso a verso. Murió el poeta lejos del hogar”, retomando a Machado.

Aquella no fue sin embargo una “nefanda nocte septembrina” en la que no se “oyó al poeta gritar”, una noche “cuando al caminante de nada le sirvió rezar”, parafraseando al poeta. Calixto seguramente rezó mucho cuando estaba perdido, como muchos en Colombia rezaron por él durante esas largas setenta y dos horas. No se perdió sin embargo el tiempo al rezar a pesar de que lo hallaron muerto. No fue un fracaso su intensa búsqueda. Tan llena de “buena noticia” fue su vida, como lo fue su misma muerte, una muerte “con color de Evangelio” a pesar de que los colores no se ven en la oscuridad. Calixto se encontró con la vida en la muerte como un grano que revienta en el silencio de la noche para producir el fruto alguna mañana de primavera. Cuando llega la cosecha casi como una hermosa sorpresa, llega lo más parecido a una resurrección.

Calixto, el comunicador contemplativo que silbaba caminando por la vida cayó en tierra y murió, y aún hoy “comunica” vida, y sigue produciendo fruto. El fruto de la fe, de la esperanza y sobre todo del amor de quienes al recordarlo diez años después, nos llenamos aún de alegría y no de tristeza.

A uno le parece aún ver al querido Gustavo Vélez sonreír, sentado en alguna manga de una cumbre, como transfigurado, contemplando “Tejas Arriba” a su amada Medellín. A uno le parece aún verlo contando un chiste, mientras se reposa, luego de haber caminado apasionadamente con alma, vida y sombrero sobre alguna cumbre de las hermosas montañas que engalanan el Valle de Aburrá. Aquellas mismas montañas que en su “Viaje a pie” por este mundo, en esta querida y verde Antioquia, aquel buen padre, Calixto, con su ser entero, tanto acarició.

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