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Hay muchas razones válidas para hacer una película: ambición, sueños, ganas de provocar... Una de ellas, por supuesto, puede ser la admiración que se tenga por nuestros padres. El problema radica en que esas motivaciones no debería notarlas el público, porque cuando eso ocurre implica que la historia se ha puesto al servicio de esa razón, lo que siempre irá en detrimento de su poder narrativo y credibilidad. Por eso cuando uno descubre que el productor de “Una razón para vivir”, Jonathan Cavendish, es el hijo en la vida real de la pareja protagonista, se hacen perfectamente lógicas las debilidades de este melodrama, bello en su forma, pero demasiado naíf a la hora de presentar sus conflictos.
Por supuesto que John Cavendish debe tener muy claro...
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