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Entre las avenidas Juan del Corral y Carabobo, Medellín levantó un bastión de fe. Desde hace más de un siglo en la zona comparten vecindario la parroquia de Jesús Nazareno y los edificios patrimoniales de la facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Sin reparo alguno, la sociedad paisa consagró sus votos al altar de esta parroquia, ampliada por los Claretianos, mientras construía, dos cuadras al norte, una fortaleza de la ciencia.
En el lugar, que se convirtió en un templo para la medicina de la época, crecieron los edificios Manuel Uribe Ángel y Andrés Posada Arango, dos estructuras que, contrarias al semblante apacible de esa iglesia, han sufrido afugias por su envejecimiento. Las edificaciones, que habían sido restauradas entre 2008 y 2011, se someterán a una nueva intervención este año. Cambiar las canoas de cobre que datan de 1920, reparar los techos que otra vez gotean, intervenir fisuras y restaurar la pintura con materiales especiales del siglo XX es la tarea propuesta.
Sin embargo, los dolores de esos cuerpos, custodiados hoy por taxis, palmeras y negocios de antiguos venteros ambulantes, no son nuevos. Ambos bloques comenzaron un “viacrucis” a los 15 años de haber sido levantados.
La historia de los edificios Uribe y Posada se remonta hasta el 14 de diciembre de 1871, cuando Pedro Justo Berrío, gobernador del departamento, autorizó la enseñanza de estudios médicos en el edificio del Colegio del Estado, luego Universidad de Antioquia y hoy plazuela San Ignacio. Allí arrancó la Escuela de Medicina, con 15 alumnos, en febrero de 1872, según se lee en un texto del historiador Adolfo León González. Tres años más tarde, el lugar graduó a sus tres primeros médicos.
Pese a los cierres de la escuela por las guerras que entre el anochecer del siglo XIX y el despertar del XX afectaron la región, Miguel María Calle, rector de la universidad, emprendió una gestión en 1913 para ampliar su cobertura. Este logró, cinco años después, que la Asamblea emitiera la Ordenanza 14 del 1 de julio de 1918, la cual apoyaba la transformación del centro de estudios médicos, relata en otro texto Luis Fernando Molina, también historiador.
Con la autorización para la construcción de nuevas instalaciones, la Escuela de Medicina se uniría, de por vida, con el hospital San Vicente de Paúl. El 31 de julio de 1925, Emilio Robledo, rector de entonces, cerró un negocio con el hospital, comprándole la manzana de terreno que este tenía justo al frente.
Cuatro meses después, el 21 de noviembre de 1925, se puso la primera piedra de la construcción, según cuenta González. Comenzaba, entonces, el alumbramiento de los edificios Posada y Uribe que, 64 años más tarde, tras su entrega en 1934, se convertirían en patrimonio y bien de interés cultural de la Nación.
Agustín Goovaerts, belga que se desempeñaba como arquitecto del Departamento, recibió la tarea de construir la nueva Escuela de Medicina. La gestación había casi culminado. En sus manos quedaba, ahora, el futuro de otra obra icónica para la ciudad. Este comenzó a levantar los planos en 1926. “Hubo tropiezos, por falta de fondos del fisco seccional, que ni permitía la construcción de la prioritaria obra del Palacio Departamental”, relata Molina.
Los trabajos arrancaron cuando el Banco Alemán Antioqueño le prestó un dinero al Departamento. El diseño inicial comprendía cuatro bloques simétricos (como el de la Fotografía), repartidos en cada esquina del predio comprado al San Vicente de Paúl. La plata, sin embargo, no alcanzó. Solo se construyeron dos bloques, bajo la influencia del estilo arquitectónico moderno. “Estos fueron los segundos en su género en el país”, continúa Molina. Bogotá, al cerrar 1910, registró los primeros.
Como no se construyó la obra completa, hacia 1944, el espacio se quedó corto. Llegó otra ampliación. Los gobernadores Pedro Claver Aguirre y Alberto Jaramillo impulsaron un proyecto para mejorar la capacidad del lugar, que ya tenía que rechazar aspirantes, por falta de espacio. Este fue el principio de un divorcio arquitectónico.
Las nuevas instalaciones, pensadas en torno a la funcionalidad, le dieron la espalda a ese proyecto primero de cuatro módulos. La construcción se levantó, rebelde, mirando hacia Carabobo, lado opuesto al ingreso de los edificios Uribe y Posada. La ampliación del lugar dejó, sobre la misma tierra madre, dos hermanas que, soberbias, se dan desde entonces la espalda.
La fachada sobre la carrera Juan del Corral, hacia donde mira el proyecto que comandó Goovaerts, se abre, reluciente, como una bahía. El punto es un oasis para los peatones, los árboles que dan sombra y los futuros médicos que se sientan a comer fruta, mientras aprecian la tarde.
La pared contraria no logró permanecer vital. Según Molina, esta representó una siembra árida. Hoy el letrero que la identifica como facultad de Medicina está a medias, porque algunas letras se cayeron. La pared, de un gris lúgubre, se convirtió en la “culata” del complejo.
Esa compenetración poco probable, entre la no lejana propuesta modernista de Goovaerts y la funcionalidad de la nueva estructura, la conoció, desde adentro, Jorge Botero, cuando fue estudiante de medicina. Don Nelson Gómez, vendedor de frutas, ha podido apreciarla durante 25 años, desde el exterior.
Botero lo recuerda como un edificio en buenas condiciones. “Solo hacía falta ponerle un poquito de mano”. Recuerda que el lugar, como facultad de estudios, “era un mundo completo para nosotros”. Pese a ello, considera que tenía algunas fallas funcionales. “No sé si todavía será así. Porque no sé del lugar hace como 30 años. El hospital tiene unos bloques que son separados unos de otros. Entonces, para el traslado de un paciente siempre era un poco inconveniente”, describe.
“Uno entraba por Juan del Corral. A la izquierda estaba el bloque de anatomía y de psicología, ahí estaba el anfiteatro y las salas de dirección y ya, al fondo, estaban los cuatro pisos de la facultad, en la cual estaba la biblioteca”, agrega Botero, aunque aclara que ya no recuerda bien el lugar.
Don Nelson llegó al oasis que anticipan los edificios Uribe y Posada en 1994. Su carreta con frutas rodó, por vez primera, por la calle 62, donde hoy se impone una serpentina de droguerías, acompañada de negocios que venden batas para laboratorio.
Este no conoce los adentros de esos edificios. No sabe que Goovaerts empleó “una densa pero sobria decoración, logrando un preciosismo y artificiosidad de gran refinamiento”, como registra Molina. Tampoco distingue si las fachadas e interiores de los edificios tuvieron cómo modelo el llamado “Art Nouveau”, o si la construcción que se levantó en 1944 rompió con la combinación de ladrillo, cerámica, madera, hierro entrelazado y yesería a las que recurrió el belga para la decoración.
Lo que sí tiene claro es que ha pasado allí más mañanas y días que cualquier otro. Ha visto salir a los hijos de esos edificios como estudiantes, con su uniforme azul. También ha sido testigo de sus hazañas, cuando, por fin, logran convertirse en médicos.
Hoy, sin importar cuántos hijos se hayan formado en los adentros de los edificios Uribe y Posada, los dolores que estos sintieron a sus 15 años no han menguado. Por el contrario, se han hecho profundos. Molina, desde 1989, advierte la inminente enfermedad.
“El edificio antiguo de la facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia lucha solitario ante la muerte aunque, paradójicamente, en él se lucha a diario y sistemáticamente por la vida”.
Para esa fecha, según el historiador, eran evidentes los niveles de humedad, un lleno de tierra se había elevado, las paredes exteriores estaban erosionadas por las aguas que se escurrían por los sillares de las ventanas, y la cohesión entre los ladrillos y revoques se había perdido. Las maderas también presentaban afugias, por la falta de pintura.
La facultad y sus edificios patrimoniales han tenido un papel protagónico en la ciudad desde hace más de un siglo. Pero envejecer no ha sido fácil. La muerte atraca en cada grieta o fisura.
Una reparación estructural y periódica es lo que propone Clemencia Wolff, arquitecta y restauradora que asumió las intervenciones del lugar en años anteriores. Los trabajos de mantenimiento anunciados por la U. de A. reconfortan a esos edificios centenarios que hoy, más que nadie, confían en la promesa cristiana de la resurrección