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Los mismos pies que cruzaron la frontera sin rumbo alguno se aferran ahora a una cordillera extraña repleta de arbolitos. Las botas pantaneras que cubren los pasos extranjeros se plantan con firmeza dentro de los cafetales que adornan la montaña como si estuviera peinada con rizos. La única certeza en el exilio es que hay que pelear cada día como el último para sobrevivir y alimentar la esperanza que los mantiene firmes: poder regresar.
Para los migrantes venezolanos que llegaron a engrosar los batallones de chapoleros en el Suroeste antioqueño podría retumbar fuerte en cada amanecer el estribillo de la canción del Conjunto Clásico: “Pero mi corazón jura que encontrará aquel futuro que brilla en todo lo oscuro”.
De pies cansados sabe Osward José Alejo, natural del estado de Portuguesa, en el centroccidente de Venezuela. Él, cocinero de 26 años, no aguantó la asfixia de un país en crisis y templó velas.
Recuerda que tuvo que pagarle con un par de zapatos al canoero para poder cruzar el río Arauca y seguir hasta la frontera con Colombia. Para los trayectos en bus intercambiaba ropa, comida o relojes porque cuando la carestía llega nadie tiene escapatoria.
“No tenía rumbo, caminé a ver a dónde llegaba”, cuenta.
Después empezó su travesía: llegó a Tame (Arauca), fue a Bogotá, después buscó seguir a Ecuador pero uno de los tantos cierres de la frontera lo obligó a replegarse y a buscar aguas menos agitadas en Cartago y en La Victoria (Valle).
“El momento más difícil fue cruzar el alto de La Línea, me tocó andar mucho, casi toda la subida. Para quitarle peso a la maleta botaba la ropa y los zapatos sucios. Entonces terminé caminando Colombia en chanclas”.
Los recuerdos de Sara aún están turbios. La memoria arisca dispersó el registro del momento en el que tuvo que abandonar su casa, dejar a su madre y a su hijo de siete años. Natural del estado de Trujillo, cuenta que quedó embarazada y, con la soga al cuello, decidió irse junto al padre del niño que estaba por nacer.
“No me acuerdo bien porque salí muy estresada, muy atormentada”, dice, intentando explicar el olvido en el que se convirtió su desarraigo.
Se enteró hace dos semanas que su madre, ahogada porque los bolívares valen menos que el papel, decidió vender la casa. Entonces a dónde volver, dice. Lo que sí tiene presente es que llegaron a Pamplona, Santander, con la meta de viajar a Medellín pero, por una mala indicación, terminaron en Bogotá.
Un compatriota les contó de la cosecha cafetera en las montañas de Antioquia y de las plazas que se abren cada año para la recolección.
“Al papá del niño casi lo matan llegando a Medellín, estábamos durmiendo afuera de una panadería y llegaron unos hinchas drogados. Lo obligaron a subirse la camiseta buscándole tatuajes”, narra. Cuenta que “en Medellín me propusieron trabajo en prostitución y venta de drogas pero nosotros somos gente honrada”.
Óscar Ramos, compañero de Sara, dice que estarán hasta el final de la cosecha, quizá febrero. Después, Dios proveerá. “Quiero sacar el permiso para trabajar en Medellín o Bogotá. No nos podemos rendir ahora, hay que seguir dando bola”.
La Federación de Cafeteros estima en 80.000 las vacantes disponibles en Antioquia para la temporada de cosecha que concentra su producción, en un 70 %, entre septiembre y diciembre. Por eso en esta época las montañas del Suroeste parecen torres de Babel con chapoleros de todos los rumbos. Recolectores del Caribe, del Tolima, del Huila, de los Santanderes, del Eje Cafetero, de Antioquia y hasta de San Andrés recorren las cordilleras extrayendo los frutos rojos que después multiplican su precio hasta llegar a tiendas y restaurantes del mundo.
De los 80.000, la mitad vive en los municipios cafeteros y los otros 40.000 llegan de otras partes. La Federación estima que entre los últimos hay 4.000 venezolanos.
Lejos de la bonanza que llevó a que el grano fuera la principal fuente de ingresos de la balanza comercial por 60 años en el país, los cafeteros sobreviven al vaivén del precio internacional. Sin embargo, la cosecha sigue siendo el sustento para cientos de familias.
Roger Jesús Castellanos, proveniente de Guanare, en el estado Portuguesa, tiene 37 años. Una amiga que conoció en Facebook le pagó el pasaje hasta Medellín. Fue difícil separarse de sus cuatro hijos pero ahora es muy largo el camino para mirar atrás.
Sin mayor fortuna vendió guarapo en las calles del Centro de Medellín hasta que le contaron de la cosecha. Sin pensarlo se fue para Andes y lleva 12 semanas recogiendo café. El día que lo encontramos en los cafetales del corregimiento de Tapartó recolectó 66 kilos. Por cada uno le pagan $500 y el único gasto fijo es de $14.000 al día por la comida.
“Le mando $100.000 a mi familia, que son al cambio unos 740.000 bolívares, más de dos salarios mínimos mensuales. Acá seguiré porque no es fácil recoger el pasaje para ir por mi familia. Todo es difícil para el migrante”.
Osward cuenta lo complejo que fue llegar a coger café sin haber trabajado en el campo. Con tierra en las manos, guantes empapados y la cara cubierta con una camiseta vinotinto, dice que no está amañado porque él es de tierra caliente. “Pero vine a guerrear. El único forastero de mi familia soy yo, por obstinado, ojalá fuera por aventurero. No sé para dónde sigue la vida, pero se compone Venezuela y me voy. Estoy de paso. Se murió mi cuñado ayer, ni pienso llamar, ¿para qué?”.
La jornada comienza a las 4:30 de la mañana. Roger es el primero en ponerse en pie y con sus manos suena una diana imaginaria para despertar a sus compañeros. ¡A levantarse que la tierra es para quien la trabaja! Cubiertos de arriba abajo, con bluyines sucios, camisetas manga larga, pasamontañas porque la plaga es violenta, y hasta plásticos porque si llueve no se puede parar, el ejército de chapoleros rastrilla la loma desde la marca que pone el jefe.
Con bromas y gritos “que vamos a la guerra”, empieza la recolección. Las manos se mezclan con las ramas y los granos se acumulan en silencio. Primero llenan el tarro que pende del cinturón y este a su vez alimenta los bultos que cada uno lleva a una pesa al final de la jornada. Cada día trae su afán y su bulto.
“Yo vengo del estado Lara, de Morán, parroquia Bolívar en la calle 15”, dice, sin pausa, José Miguel Meléndez de 27 años, como quien aclara de entrada que su vida está en otra parte. Con las últimas ganancias que obtuvo de un sembrado de tomate emprendió el viaje a Colombia.
Su moneda de cambio fue el café. Con el grupo que venía acomodó 13 bultos en la buseta y los vendió en Cúcuta. “Ya los bolívares no valen nada, el café sí”. Cuenta que un venezolano se está ganando casi un dólar a la semana, lo mismo que cuesta una libra de arroz. “Lo más difícil es estar lejos de mi hija de siete años, de mi abuela y de la calle 15”.
En el mismo trecho donde trabaja Miguel está José Álvarez, del estado de Anzoátegui. Duró cinco días caminando desde Cúcuta siempre con el rostro presente de su hija a quien dejó al cuidado de sus padres. No se comunica hace dos meses porque el celular no prende y en estos tiempos no hay modo de comprar uno.
“Pero no queda sino seguir adelante, no me voy a ir porque tengo un propósito: conseguir una carreta para vender frutas en la ciudad” .