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Una noche sin luz en el barrio de madera que está debajo del puente de la Madre Laura

Entre el puente y el río viven 120 personas. Esta semana les quitaron la electricidad y pasaron dos noches a oscuras. Así es su vida.

  • En la noche sin electricidad, los habitantes del barrio utilizaron velas y celulares para orientarse. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
    En la noche sin electricidad, los habitantes del barrio utilizaron velas y celulares para orientarse. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
  • El barrio está en los bajos del puente de la Madre Laura y forma un callejón largo. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
    El barrio está en los bajos del puente de la Madre Laura y forma un callejón largo. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
  • Los niños esperan su ración en el comedor comunitario. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
    Los niños esperan su ración en el comedor comunitario. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
  • María Elena cocina en leña, al aire libre. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
    María Elena cocina en leña, al aire libre. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
03 de junio de 2023
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Los niños cuentan historias bajo la noche oscura, solo iluminada por la luna y las farolas de los automóviles. Están sentados sobre un sillón roñoso, desvencijado, cubierto de polvo. Frente a ellos corre el río, que trae una brisa fresca, intermitente, que a veces apesta a caño. No saben qué hacen los adultos reunidos en la oscuridad, mirándose a las caras, manoteando.

—Yo le cuento, señor—, dice Mónica, con su cara sumida en la penumbra—: acá aparecen muchos espantos y brujas. Se montan por los techos y asustan a la gente. ¿No me cree?

Mónica tiene 10 años y está en cuarto de primaria. Debería estar un grado más arriba, dice, pero entró tarde a estudiar, su mamá no tenía tiempo para llevarla al colegio.

—Aprendí a leer muy rápido, porque yo todo lo aprendo así—chasquea los dedos, sonríe—. Pero, le termino de contar, déjeme. En este puente se ha muerto mucha gente, nosotros lo hemos visto, y en la época de Pablo Escobar tiraban los muertos acá.

—Ah, sí—interviene Katherine, otra de las niñas—, el otro día encontramos un hueso gordo, de una persona, en el río. ¿Miedo? No, a nosotros no nos da miedo.

Los niños dejan pasar las horas sobre el sillón, contando una historia detrás de otra, interrumpiéndose. Es miércoles por la noche y en el vecindario, si así se le puede llamar, no hay luz. Un hombre cocina en un fogón de leña, montado sobre adobes, y de cuclillas vigila su comida.

Es la segunda noche sin luz. Un día antes, a las 6:00 a.m., llegaron funcionarios de EPM a desconectarles la electricidad. Desde la fundación del caserío, hace siete años, estaban pegados a un transformador cercano. Con agentes del Esmad y un dron sobrevolando, les dijeron que no podían permitir más el “pirateo” de la energía. Entonces les desconectaron el cable. EPM argumentó que esa instalación generaba un riesgo de electrocución y que podía provocar un corto circuito. El poste del que estaban pegados ya estaba ladeado y con riesgo de caer.

El vecindario está debajo del puente de la Madre Laura. Las casas son de madera y están a la vera del río, algunas pendiendo. Hay un solo baño comunitario, con un sanitario bajito, sin tapa, que desagua directamente al río a través de un tubo delgado. El suelo está casi siempre húmedo, el sol no entra directamente. Son 35 las casas que se construyeron debajo del puente y en ellas viven 120 personas.

El barrio está en los bajos del puente de la Madre Laura y forma un callejón largo. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
El barrio está en los bajos del puente de la Madre Laura y forma un callejón largo. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ

Desde que desconectaron la luz se formó un alboroto. No respondieron con violencia, ni se enfrentaron a los agentes del Esmad, sino que montaron ollas para hacer chocolate y recogieron plata para comprar un nuevo cable. La primera noche, con el cable comprado, intentaron conectarse de nuevo, pero los vecinos de arriba, que también viven en ranchos, llamaron a la Policía.

El tiempo se ralentizó. Mientras los adultos tratan de meter el cable bajo tierra para conectarlo a un poste, los niños siguen contando historias, ajenos de la realidad.

—Entonces—continúa Mónica, que se acomoda en el sillón—, acá hay una virgen que, si uno la mira de frente, empieza a parpadear y a llorar. ¿No me cree? Vamos a verla.

La virgen está debajo de uno de los brazos del puente, el que va hacia Aranjuez. Está detrás de una reja y tiene un pequeño rellano para orar. Ese lado se conoce como La Curva del Diablo, un nombre que evoca los momentos aciagos de la ciudad, cuando cuerpos desmembrados aparecían ahí.

—Es que por eso hay tantos espíritus acá. Si uno hace un hueco en la tierra, encuentra huesos. ¿No me cree?

—Señor, escuche—dice Katherine—, yo le cuento una historia. Una niña se tiró del puente hacia el río. Por ahí aparece a veces...

—Shhh. Es que acá tiraban a los muertos en los tiempos de Pablo Escobar. ¿No me cree?.

Tras la interrupción de Mónica, Katherine continúa:

—La niña sale con un vestido blanco, el que tenía cuando murió. Aparece por el río y espanta a la gente. A mí no me da miedo de los muertos, sino de los vivos.

En una de las casas de madera, en la penumbra, un hombre llamado William lanza una varilla al río. Explica que esa es la carga negativa para generar energía. Conecta el otro extremo a un bombillo que titubea y se enciende. La sala de su casa se ilumina y aparecen las paredes de madera, la nevera gris, las cortinillas de encaje. Se carcajea y la luz se refleja sobre sus dientes.

—Estamos usando energía del río Medellín, ja, ja, ja. ¡No le digan a nadie!

El vecindario tiene un corredor central. A cada lado, entre el río y el puente, hay puertas de madera de las que penden candados y cadenas de metal. En el barrio hay reglas que se han ido modificando con los años. No se puede fumar y los niños deben estar adentro antes de las 10:00 p.m. Las casas no se pueden poner en alquiler y tampoco se permiten nuevas construcciones.

Los niños esperan su ración en el comedor comunitario. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
Los niños esperan su ración en el comedor comunitario. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ

Los primeros llegaron en 2016, después del último incendio en Moravia. Lo hicieron, aunque nadie quiera aceptarlo, con el beneplácito de los de la vuelta, o los de la razón, los que mandan en la zona. Es tanto así que ellos, que viven del lado del morro, cobran $500.000 al que pelee con un vecino a los puños. Pero eso no se puede decir en voz alta, pues los de la vuelta fueron los que los “autorizaron” a construir bajo el puente.

En 2019 hubo un desalojo y todos se fueron a rodar por la calle. Pasaron dos meses por fuera, deambulando, y volvieron cuando la Policía dejó de custodiar el puente. Entonces comenzó una nueva ola de población, ahora construyendo casas con mejores materiales. La de José Alejandro Obando tiene dos pisos y está decorada con cactus y macetas. La mitad es de material y la otra mitad de tablas que penden sobre el río. Los entresijos dejan ver las riberas cubiertas de vegetación.

—Mi casa está construida sobre la zapata del puente, por eso siempre está vibrando. Pero yo—José Alejandro se recuesta sobre el balcón de madera que da al río, se lleva una mano al pecho—le hice un sistema antisísmico. Acá podemos hacer una fiesta, seguro.

Mientras los niños hablan de espantos, José Alejandro, que es desplazado de Tarazá, se trepa a un poste para reconectar el barrio a la luz. Llevan más de 24 horas sin electricidad y la penumbra torna todo más melancólico. Tres muchachos le ayudan a enterrar el cable, que luego debe ir a un poste.

Casi todos los que viven bajo el puente son desplazados. María Elena Córdoba es de Chigorodó y tiene 74 años. Es una morena templada, que habla atropellando las palabras. A su cargo tiene siete nietos; el menor estuvo a punto de ahogarse en el río hace poco. Como muchos, vivía en Moravia hasta la pandemia, cuando se quedó sin con qué pagar el arriendo. Entonces alguien le regaló el rancho bajo el puente, donde tiene tres camas y a las habitaciones las separan tablas y cortinas.

Solo sobre la medianoche, cuando los niños están dormidos, se hace la luz de nuevo. José Alejandro logró conectarse a otro poste. Entonces, con ayuda de Yamile, una de las líderes del barrio, toca puerta por puerta para decirles a los vecinos que prueben sus electrodomésticos. Los bombillos, aunque titubeantes, funcionan.

En ese momento aparecen dos policías que les advierten de la ilegalidad. Pero les dicen que el asunto queda olvidado si recogen unos pesos entre todos. Juntando monedas, despertando a la gente, Yamile recoge $35.000. Los agentes los reciben decepcionados, a regañadientes, y se van.

Con luz o sin ella, la vida en el barrio cambia poco. Las horas se alargan en el aburrimiento de los niños, el metro no termina nunca de pasar y el río solo se inmuta después de un aguacero. A las 8:30 a.m. los niños reciben la primera comida del día en el comedor comunitario, bajo el puente. Son cinco mesitas de colores, con sus sillitas, en las que también almuerzan y cenan.

La comida se las dona la fundación cristiana “Transformación”, que comenzó a ayudarles en la pandemia. La idea, dicen sus voluntarios, es generar un cambio de mentalidad en los niños y que no repitan los errores de sus papás. Mónica, por ejemplo, cuenta que vive con su mamá y su padrastro y que su papá está en Montería y tiene hijos regados porque “es muy perro”.

María Elena cocina en leña, al aire libre. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ
María Elena cocina en leña, al aire libre. FOTO: CARLOS VELÁSQUEZ

La mayoría de los adultos pasa los días en el barrio. Las mujeres, en las cocinas; los hombres, sacando arena del río. Es casi el único ingreso que tienen.

Una inspectora, recuerdan, les dijo que eran perezosos, que les ofrecían trabajo y ayudas y los rechazaban. Todos lo niegan, con vehemencia. José Alejandro se enoja y aprieta los dientes cuando recuerda a la inspectora.

Sin embargo, en las conversaciones afloran frases que acuden al asistencialismo, a la búsqueda desesperada de ayuda estatal o privada. Para comprar el cable hicieron una especie de retén para pedir plata que cada tanto disolvía la Policía.

Hasta el día de la publicación de este artículo, el barrio seguía conectado a la luz. José Alejandro sabe que eso no soluciona ningún problema de fondo, y que todos siguen sumidos en la pobreza, sin oportunidades, y viviendo debajo de un puente.

—Lo que necesitamos es una ayuda, que nos orienten. Así podemos cambiar y tener sentido de pertenencia.

Y es cierto, los niños seguirán divirtiéndose en los sillones roñosos, sintiendo la brisa que trae la podredumbre del río, mientras cuentan historias más amables que su realidad. O a veces, no tanto.

—Nosotros nos aburrimos—dice Mónica—. En el puente cada rato hay accidentes y nosotros salimos corriendo. Yo vi a un señor con la pierna abierta, llena de sangre. Salimos a ver en qué podemos ayudar.

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