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Por los pasillos del Homo: una crónica sobre la salud mental en Antioquia

Las salas de urgencias llenas son el síntoma de la crisis psiquiátrica de Antioquia.

  • En el mundo, las salas de urgencia de los hospitales psiquiátricos se han visto sobrepasadas por el caudal de pacientes. El Homo no es la excepción. El consumo de drogas y los estragos de la pandemia de la Covid son las causas principales. FOTO manuel saldarriaga
    En el mundo, las salas de urgencia de los hospitales psiquiátricos se han visto sobrepasadas por el caudal de pacientes. El Homo no es la excepción. El consumo de drogas y los estragos de la pandemia de la Covid son las causas principales. FOTO manuel saldarriaga
  • El índice de consultas de las mujeres supera por dos al de los hombres. Van a los consultorios por síntomas relacionados con la depresión y los ataques de pánico. FOTO Manuel Saldarriaga
    El índice de consultas de las mujeres supera por dos al de los hombres. Van a los consultorios por síntomas relacionados con la depresión y los ataques de pánico. FOTO Manuel Saldarriaga
  • El Homo ha tenido varios nombres: Casa de Alienados, Manicomio Departamental de Antioquia. Desde 1958 tiene el actual y está ubicado en Bello, al norte del Valle de Aburrá. Foto: Manuel Saldarriaga.
    El Homo ha tenido varios nombres: Casa de Alienados, Manicomio Departamental de Antioquia. Desde 1958 tiene el actual y está ubicado en Bello, al norte del Valle de Aburrá. Foto: Manuel Saldarriaga.
  • Margarita María Medina (Izquierda) fue diagnosticada con trastorno bipolar. Su hija, Mariana Duque, ha estado a cargo de ella desde los quince años. Viven en Villa Hermosa. FOTO: Julio César Herrera.
    Margarita María Medina (Izquierda) fue diagnosticada con trastorno bipolar. Su hija, Mariana Duque, ha estado a cargo de ella desde los quince años. Viven en Villa Hermosa. FOTO: Julio César Herrera.
28 de agosto de 2022
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Las dos madres de esta historia sueltan las palabras despacio. La primera está en los cuartos del fondo: allá llevan a las insomnes: las que dejan las luces hasta tarde, las que van muchas veces al sanitario a lo largo de la noche, las que lloran y lloran. También mandan allá a las agresivas. El enfermero mira por la ventanilla de la puerta y franquea el paso: el sol se desparrama por la ventana, la oculta por unos segundos. Se pone en pie, saluda: es diminuta, tiene el afro revuelto, está descalza. Pregunta cuánto tiempo estará ahí, lleva dos días. El enfermero dice que eso solo lo sabe el médico tratante. Sin mudar de gesto, la mujer inquiere por su recién nacida. El enfermero sigue el protocolo, nunca se aleja de él: mañana temprano hablará con la trabajadora social del hospital para que averigüe por la bebé. La primera noche —cuenta la mujer— la pasó en blanco: el llanto no le dio un instante de tregua. Ahora está mejor. La internaron, dice, por una pelea con una hermana. No da detalles, nadie los pide. El fotógrafo Manuel Saldarriaga se hace detrás de ella, la enfoca, muestra lo pequeña que es. La segunda mujer está en la sala de su casa. Lleva puesta una blusa blanca. Mira con desconcierto. Las cortinas tamizan la luz. Pierde la madeja de la charla. Cuando las preguntas quedan en vilo, la hija contesta. Más adelante volveremos a ella. Por ahora basta decir que la cantidad de mujeres en los consultorios psiquiátricos por asuntos de depresión supera por dos a la de los hombres. La dureza varonil los inhibe de lanzar el S.O.S. cuando de la mente se trata.

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Esta historia es una ruleta de preguntas. ¿Por qué alguien se esconde semanas debajo de la cama? ¿Por qué una madre quiere hundirse en el colchón, no levantarse? ¿Por qué los párpados pesan y el desaliento es una boca abierta que tritura? La ciencia ofrece hipótesis: habla de conexiones cerebrales, de químicos, del látigo de los genes. Sin embargo, quienes hacen las preguntas buscan otro tipo de respuestas, quizá éticas. Mejor, teológicas. Con ese fardo, las familias y los pacientes peregrinan por consultorios y pasillos de un blanco cegador, con todo bien puesto, aséptico. Empieza el largo proceso de escaneo: cada órgano es escrutado, expuesto a la lupa de los aparatos. Los bombillos led y el aire acondicionado aumentan la sensación de pureza. En las mesitas de las salas de espera hay revistas de chismes y prospectos de medicamentos. El minimalismo es la nota predominante. La escenografía contrasta con la turbulencia interior.

Después de haber agotado otras opciones, se llega a las puertas del Hospital Mental de Antioquia María Upegui —el Homo— (en 2021 hubo 55.200 consultas). Y las respuestas que allí se reciben cambian para siempre, marcan un antes y un después. La tristeza del padre o la montaña rusa emocional de la pareja o el juicio propio vuelto un nudo adquieren un nombre y una posología. Ubicado en Bello, el Homo recibe a los pacientes psiquiátricos del departamento y de zonas cercanas: Chocó y el Eje Cafetero. También, en los últimos años, a los venezolanos. En promedio, la estancia en él es de quince días y está dividida en tres momentos: observación (ingreso), nivel uno (terapia) y nivel dos (próximo al alta).

El Homo está compuesto por dos edificios: el nuevo tiene siete pisos y fue entregado en diciembre de 2020, aunque entonces solo se trasladó Urgencias. El resto llegó a cuentagotas. En el segundo nivel está el sector administrativo y los quirófanos de la terapia electroconvulsiva (Tecar). Las antesalas son grandes espacios vacíos: no hay sillas ni televisores para matar la espera. Las mujeres y los niños ocupan las alas norte y sur del cuarto piso, respectivamente. En el antiguo —de sesenta años— duermen y reciben la atención los hombres. El lugar es conocido por médicos, enfermeros y visitantes con el nombre de pensionado. La cobertura total es la de 260 camas y cuenta con el trabajo de 25 psiquiatras en atención diaria de las siete de la mañana a las tres de la tarde. Hay trajín, rumor de actividad: llegan y parten las ambulancias, entra y sale el personal sanitario. La plata para mantenerlo activo llega a los once dígitos: $ 71.976.800.292 en 2022, $ 50.728.833.948 el calendario anterior.

Tenemos dos guías: en la entrada del edificio nuevo aguarda el primero, Héctor Restrepo —de comunicaciones del Homo—: cabello salpicado de canas y hablar rápido. Nos lleva a las oficinas de la gerencia. Allá nos recibe el segundo: el enfermero jefe Andrés Isaza —delgado, de palabras y ademanes exactos—. Dos voces nos conducen por los pabellones de hospitalización: la institucional y la científica. Andrés saca del bolsillo del pantalón un juego de llaves y abre cada una de las puertas por las que pasamos. Se mueve con la pericia de quien ha ejercido toda su carrera profesional entre estas paredes.

El índice de consultas de las mujeres supera por dos al de los hombres. Van a los consultorios por síntomas relacionados con la depresión y los ataques de pánico. FOTO Manuel Saldarriaga
El índice de consultas de las mujeres supera por dos al de los hombres. Van a los consultorios por síntomas relacionados con la depresión y los ataques de pánico. FOTO Manuel Saldarriaga

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Las cifras son tremendas: si ocho personas se reúnen para lo que sea —charlar al calor de los vinos o jugar Play Station— son altas las probabilidades de que una lleve consigo una enfermedad mental, dice la Organización Mundial de la Salud (OMS). Dichos padecimientos alteran el ánimo, enredan el hilo del sentimiento, vuelven la razón un laberinto. Ponen las cosas patas arriba. Pueden durar poco o consumir la vida entera. No tienen causas únicas y los factores de riesgo son muchos: la carga genética, las experiencias traumáticas en la niñez, los cambios biológicos que afectan el equilibrio cerebral, el consumo de licor y de drogas, una lesión en la cabeza. La psiquiatría actual ha hecho un inventario de cuatrocientas enfermedades mentales, siendo las más comunes los trastornos de ansiedad (300 millones de casos, varios puntos por encima de los habitantes de Brasil), la depresión (280 millones de enfermos, el doble de la población mexicana), la bipolaridad (40 millones de diagnósticos). Esta última es la más usual en Antioquia: mientras en el mundo los casos rondan el 2 %, en el departamento trepan al 5 o 6 %. Los investigadores adjudican la tendencia a los matrimonios entre primos y parientes, la famosa endogamia. Una variante de la cola de cerdo de Macondo.

Las enfermedades psiquiátricas son distintas a las neurodegenerativas. Las primeras están asociadas a las funciones del cerebro mientras las segundas a su estructura y conformación. Una diferencia crucial. Por ejemplo, un diagnóstico oportuno y un buen tratamiento pueden llevar a los enfermos psiquiátricos a los cauces de la sociedad, devolverles cierta autonomía. Para los otros el panorama es oscuro, mucho más: a pesar de los medicamentos y cuidados, su fin será la dependencia absoluta, el universo reducido a las proporciones de una cama. Estos matices los aprendí gracias a la clase que me impartió por teléfono el profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, el doctor David Aguillón. Le pregunté por la locura y la demencia. A raíz del peso simbólico y cultural, la ciencia prefiere no usar esas palabras, dijo. Han estado relacionadas con los mecanismos sociales y religiosos de control. No hay ciudadanos normales, los hay normalizados, escribieron los estudiantes franceses en mayo del 68, inspirados en las doctrinas de Jean Paul Sartre, Michel Foucault, Gilles Deleuze y Herbert Marcuse. La normalidad es una convención sometida a las contingencias de la historia. Además, un bipolar no es más anómalo que un diabético. Ambos viven la finitud de la carne.

Tal enfoque reduce el yugo semántico de las enfermedades mentales, con frecuencia consideradas un castigo o una superchería. “Aunque existen opciones eficaces de prevención y tratamiento, la mayoría de las personas que padecen trastornos mentales no tienen acceso a una atención efectiva. Muchos sufren estigma, discriminación y violaciones de los derechos humanos”, dice la OMS. Los médicos entrevistados para esta nota coinciden plenamente: existen numerosos reparos culturales para ir a una consulta por algún desajuste en la mente. Cuando se le habla de psiquiatría, la gente todavía piensa —pensamos— en chalecos de fuerza, en lobotomías, en cuartos acolchados, en dispositivos puestos en la cabeza para descargar electricidad.

Los nombres importan, dejan al descubierto las formas de encarar las enfermedades. El primero del Homo fue Casa de Alienados, fundada en la confluencia de Palacé y Junín, con plata recogida entre los ricos de la urbe, la emergente clase empresarial. Luego adoptó el de Manicomio Departamental de Antioquia y se trasladó a la Avenida La Playa. En 1958 la institución recibió el actual y llegó a Bello. Los cambios de sitio y nombre corresponden al avance de la psiquiatría, a la invención de los fármacos para el cerebro.

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Héctor recuerda con risas su primer contacto con una paciente psiquiátrica. Cuenta la anécdota minutos después de salir del ala de mujeres. Hila la historia en el ascensor que desciende a Urgencias. En sus primeras semanas en el Homo una mujer gruesa, fuerte, de manos grandes, lo confundió con su esposo: corrió hacía él, lo tomó del antebrazo. Los nervios le hicieron quebrar las pautas dadas por los expertos a los trabajadores del Hospital: no se debe forcejear ni discutir y, sobre todo, se debe conservar la calma. Héctor quiso desprenderse de la tenaza, le dijo en todos los tonos que estaba confundida. Rememora y sonríe. No le ha vuelto a suceder.

En la mitad de Urgencias hay un cubículo de cristal, del tamaño de una cancha de microfútbol. Allí un grupo de hombres toma el sol. Hay uno en silla de ruedas. Al ver la cámara de Manuel, otro —musculoso, moreno, sin camisa y con la pantaloneta de un equipo de futbol— pide un retrato: hace gestos, piruetas. La interacción entre los sexos está restringida: en un rato las mujeres saldrán de los cuartos y los varones volverán a ellos. Aunque estén en el mismo espacio y jueguen con camaradería, hay diferencias entre los tipos de la caja de vidrio: se notan en las ropas, en las marcas del cuerpo, en los cortes de cabello. Uno deambula con el rostro del que se pasó de revoluciones en la fiesta anterior; en una esquina, otro tiene la mirada acuosa y el temblor del adicto. Hay tres caminos para llegar aquí, a estos metros cuadrados: por voluntad propia, por orden de un médico o por disposición de la policía. Si alguien arma escándalo en la vía pública por haber cruzado la raya del sacol o del tusi, los patrulleros lo llevan al Homo para que allí lo devuelvan a sus cabales. En todos los casos, la decisión final es prerrogativa del psiquiatra de turno: abre las puertas o remite al paciente a otro lado. El índice de reincidencia roza el 10 % de los pacientes. Los que vuelven lo hacen por carecer de un ambiente protector o por estar enganchados a las drogas.

En una pausa del recorrido, con un gesto de las manos Andrés señala los pasillos alrededor del patio y habla de cuando estuvieron al tope. El puente festivo del 4 de julio —el primero de cuatro semanas en las que los lunes se disfrazaron de domingo—, el Homo se quedó sin camas y camillas para atender la avalancha de pacientes. El desborde llegó al punto que las directivas debieron redoblar la mano de obra, contratar auxiliares de enfermería y dar de alta a pacientes estables. La norma es clara: cada enfermero tiene a su cargo el cuidado de máximo diez internos. Ese fin de semana las previsiones se quedaron cortas y los papeles se salieron de las manos. El suceso fue resuelto, pero abrió un debate sobre las fisuras en la salud mental antioqueña. Y sobre la presencia de los narcóticos en todas las esferas: la edad de inicio en el consumo de cocaína o marihuana va de los trece a los quince años y la población de adictos (203.477) supera por dos a los residentes de Sabaneta. Los datos los proporcionó en mayo la Escuela contra la Drogadicción.

No se trata de una estampa local. Las salas de urgencia abarrotadas son el síntoma de una crisis planetaria: la pandemia de la Covid-19 destapó la caja de pandora de los trastornos de ansiedad y de depresión. La OMS ha registrado una ola cuya cresta alcanza el 26 % y el 28 % de aumento. En Antioquia la dinámica es similar: antes de los confinamientos provocados por el virus de Wuhan el trastorno bipolar era la causa principal de las consultas. Ahora el trono lo ocupan los ataques de depresión. Por supuesto, estos números tienen un efecto inmediato: el consumo de ansiolíticos y antidepresivos se ha disparado. Y para sumarle una ficha al rompecabezas: un estudio reciente —publicado por la Revista Colombiana de Psiquiatría— reveló que la mitad de las prescripciones de antidepresivos en el país se hizo sin seguir las recomendaciones de las agencias reguladoras. Dichas prácticas se conocen en el argot médico con el término off label.

El mundo es una olla a presión.

El Homo ha tenido varios nombres: Casa de Alienados, Manicomio Departamental de Antioquia. Desde 1958 tiene el actual y está ubicado en Bello, al norte del Valle de Aburrá. Foto: Manuel Saldarriaga.
El Homo ha tenido varios nombres: Casa de Alienados, Manicomio Departamental de Antioquia. Desde 1958 tiene el actual y está ubicado en Bello, al norte del Valle de Aburrá. Foto: Manuel Saldarriaga.

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Lo confieso: en las charlas con los psiquiatras busqué el tic nervioso y los modales de hielo que los acompañan en las ficciones. Traté de encontrar la mirada reptil de Hannibal Lecter o la risa de Harleen Frances Quinzel o la pinta nerd de Melvin Potts, todos personajes de películas. Ni la doctora María Mercedes Uribe Isaza ni la doctora Ángela Agudelo encajan en el estereotipo. Por el contrario, tuvieron la suficiente cortesía para responder preguntas obvias o personales.

A la doctora María Mercedes —subgerente de Prestación de Servicios del Homo— le atraen los enigmas. En su oficina de grandes ventanales afirma que la psiquiatría no tiene un pelo de insulsa: “Cada paciente es una historia distinta, así sea que tengan la misma enfermedad. Dos pacientes con esquizofrenia no van a contar la misma historia: a uno lo va a perseguir la guerrilla y al otro los paracos”. Con ocho meses en el puesto y más de diez años de experiencia, acompaña a los demás en su tránsito por el dolor. Por supuesto, el oncólogo y el cirujano están próximos al padecimiento, pero el psiquiatra no solo conoce la patología del paciente: también a sus hijos, a sus hermanos, charla con ellos y no pocas veces recibe llamadas telefónicas cuando hay un brote psicótico, una llamarada de alucinaciones. “La mayoría de los psiquiatras tiene estrategias para mitigar el desgaste del oficio: muchos practican yoga, hacen ejercicio. Cuando uno se quita la bata y sale del hospital no se va analizando a todo el mundo por la calle, sino que ya sigue su vida”.

Días después de la visita al Homo, estoy en el noveno piso del San Fernando Plaza, en el consultorio de la doctora Ángela, profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Para blindarse de los coletazos de su labor médica —20 años en la psiquiatría—dedica el tiempo libre a las actividades manuales, a ir al cine, a restaurantes. En su despacho debe vencer las prevenciones del paciente, de la familia y los mitos pop de la industria mediática. Un trabajo de relojería: primero, hacerle caer en la cuenta al sujeto que algo en la mente requiere cuidado. Luego, enfrentarse con los prejuicios de los parientes: “A veces con las enfermedades mentales pasa que la familia no solo no acompaña al paciente, sino que está en contra del tratamiento: ¿Para qué se va a tomar eso?, le dicen. La familia es fundamental”. Una de las actitudes comunes frente a los tratamientos consiste en ceder al miedo y creer en la supuesta adicción a las pastas y capsulas recetadas. “Nadie le dice a quien le mandan un medicamento por la presión alta: Ay, se volverá adicto a eso. Tampoco le dicen al diabético que no se ponga insulina porque se va a volver adicto. La gran mayoría de medicamentos que los psiquiatras utilizamos no produce dependencia”.

Y luego —así parezca chiste— está la lucha con las escenas del cine: aquellas en las que una persona con el cráneo lleno de electrodos mira a la cámara mientras el dedo del psiquiatra presiona un botón para desencadenar convulsiones y gritos. “El cine nos ha hecho mucho daño con esa manera de mostrar las cosas”, dice la doctora Ángela. Este tipo de procedimiento se emplea tras un estudio del historial del paciente. También, en circunstancias especiales: “La terapia electroconvulsiva se puede emplear con una mujer embarazada que sufre una depresión muy severa y tiene ideas suicidas. Tiene un bajo nivel de efectos adversos y es muy eficaz”. A pesar de estos argumentos, al oír la palabra electroconvulsiva los pacientes se estremecen. Las imágenes son más poderosas que los razonamientos.

El empeño de humanizar la psiquiatría pretende quitarle el cascabel al gato, desmontar la idea manida de que quien acude al psiquiatra está loco. A fin de cuentas, “todos estamos en riesgo de desarrollar una enfermedad mental”, concluye la doctora María Mercedes. En el juego de la vida nadie está a salvo. La cordura siempre está en asedio, a centímetros del jaque.

Margarita María Medina (Izquierda) fue diagnosticada con trastorno bipolar. Su hija, Mariana Duque, ha estado a cargo de ella desde los quince años. Viven en Villa Hermosa. FOTO: Julio César Herrera.
Margarita María Medina (Izquierda) fue diagnosticada con trastorno bipolar. Su hija, Mariana Duque, ha estado a cargo de ella desde los quince años. Viven en Villa Hermosa. FOTO: Julio César Herrera.

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Aquí hay que hacer un alto. Tomar aire.

Al apartamento de la familia Duque Medina —Villa Hermosa— se sube por unas escaleras sin baldosa. La puerta se abre, Lulú y Nala olfatean a los recién llegados. Durante una hora, Margarita María y Mariana —madre e hija— dejan ver el interior de un agujero negro atravesado por las chispas del afecto filial. Margarita María tiene trastorno bipolar, diagnóstico que comparte con todos sus hermanos. Presenta síntomas desde la muerte de su madre, hace más o menos cuarenta años. Pasa de la extrema actividad —desde las tres de la mañana lava ollas, trapea, limpia muebles— a estar tumbada en un cuarto a oscuras, perseguida por las voces y el remordimiento. Los primeros recuerdos de Mariana son una mezcla agridulce: los gritos de la mamá (Te odio, te odio. Voy a matar a esa niña, la voy a matar) y los trayectos en el asiento delantero del taxi del papá mientras aprendía las tablas de multiplicar y la alquimia de las letras.

En la mesa de los retratos no hay fotografías del padre. Están ocultas en el cuarto de Mariana porque eran motivo de tristeza para la viuda. Verlas era un paso más cerca de la crisis. El 28 de abril de 2017, León Darío Duque murió de un infarto fulminante, tras una desatención médica. Al salir para el colegio, la hija lo encontró frío mineral, acostado en el carro. Había decido pasar la noche ahí porque Margarita María tenía gripe. Ese día la vida de Mariana dio un giro radical: quedó huérfana y se transformó en la madre de su madre. “Con la muerte de mi papá quedé sola con ella, con 15 años quedé con una hija adulta”. Ella es delgada, de cabello negro, largo. Las cejas son gruesas y lleva un arito en la nariz. Está en séptimo semestre de medicina y quiere continuar por la senda de la psiquiatría. “Mi proyecto de grado está en el Hospital Mental de Antioquia. Trata sobre la relación entre el maltrato infantil y el desarrollo de enfermedades mentales”. Tiene un novio médico y aspira graduarse para abandonar con su madre este apartamento. Entre las paredes se respira dolor.

Margarita María lleva el cabello corto y despliega una sonrisa triste cuando le pregunto por su historia. Se toma las pastillas por amor a Mariana, aunque en realidad quisiera dormir, hundirse en un sueño sin límites. A veces las tira al sanitario. Dos semanas después de la muerte de su esposo, en plena crisis de manía, vendió los carros de él, se deshizo de sus cosas. No recuerda nada de esto. El peso de la memoria lo lleva Mariana. También las heridas: no escapó de la bipolaridad. La primera crisis la tuvo a los 11 años, después de una larga estadía en el hospital por una infección bacteriana. Cuenta esto sin un quiebre en la voz.

En la historia médica de Margarita María figuran tres o cuatro ingresos al Homo en los últimos seis años. El primero data de 2017 y el más reciente fue en noviembre de 2021. El médico tratante le ha dicho a Mariana que el siguiente paso es la Tecar. Al salir del apartamento, Julio César Herrera —veterano fotógrafo que ha cubierto los estragos de la violencia— rompe el silencio con una frase que da en el clavo: “Esa pelada es una berraca”. Y sí, las enfermedades psiquiátricas son un crisol para el carácter, un desafío a la voluntad.

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En la estación de enfermería del edificio antiguo del Homo —pensionado— hay un tablero enorme lleno de colores y de nombres. Un código útil para el cuidado de los pacientes: el blanco indica que el interno no representa ninguna alarma; el amarillo, riesgo de caída; el naranja, temperamento conflictivo; el azul, riesgo de fuga; el rojo, intento de suicidio. Los internos llevan una manilla —o varias— con su respectivo color. En el Hospital todo está reglado. Hay un protocolo para contener los excesos de los enfermos. Este procedimiento requiere cinco personas: cuatro para agarrar las extremidades y una para sostener la cabeza. Siempre debe estar presente un médico o, en su defecto, el enfermero jefe.

Visto de lejos, el sector de pensionado parece un colegio con decenios encima. En el corredor de entrada hay tres cuadros de gran formato de Antonio Herrera, pinturas de tonos oscuros. La luz entra por el patio con césped, al aire libre. Los cuartos son distintos a los del edificio nuevo. Las visitas a los hospitales siembran en el ánimo el pálpito del futuro. Son un viaje al sentido de la palabra espejismo.

Afuera, el sol estalla. El mundo simula andar por rieles firmes. La realidad no es una roca: es un castillo de arena.

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