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Vallenatos: la lucha por no desaparecer

Un grupo vallenato habla sobre sus orígenes y los retos que ha tenido que afrontar por la pandemia. Esta es la historia.

  • Los Timbaleros tuvieron que recorrer las calles de Medellín para ofertar sus servicios. Hoy trabajan por canción, tanda u hora, entre San Juan y la 70. FOTOs Jaime Pérez
    Los Timbaleros tuvieron que recorrer las calles de Medellín para ofertar sus servicios. Hoy trabajan por canción, tanda u hora, entre San Juan y la 70. FOTOs Jaime Pérez
  • Ofertan paquetes, como tres canciones por $50.000 pesos.
    Ofertan paquetes, como tres canciones por $50.000 pesos.
08 de febrero de 2021
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El acordeón lloró mientras caía la tarde. Los demás instrumentos llegaron, uno a uno, entrada la noche. Cuatro músicos, que habitaron tierras bañadas por espejos de agua dulce en el Caribe, hoy ensanchan sus gargantas, rasgan las venas de un acordeón, acarician una caja y tocan la guacharaca, bajo el propósito último de subsistir en medio de una pandemia. Al tiempo, buscan inundar, con melodías vallenatas, el estruendoso cruce de carros y discotecas de la avenida San Juan con la Carrera 70, cerca de la estación Estadio del metro de Medellín.

¿Imaginaría Diomedes Díaz que La Doctora y el resto de sus canciones serían entonadas por voces ajenas, ocultas detrás de un tapabocas? ¿O que sus seguidores saldrían como los juglares de la Edad Media, no a visitar ciudades, pero sí a cantar en cada uno de sus barrios para sobrevivir a una peste posmoderna? Quizá. Nadie lo sabe.

Hacia las 8:00 p.m. de un día cualquiera en la 70, Élber Payares, oriundo de San Marcos, Sucre, entona una parte de su canción favorita, tras conversar sobre su vida, sus compañeros de grupo y los cambios que ha afrontado en su trabajo durante los últimos meses por culpa del coronavirus.

Yo sé que sin salud no tengo vida / Porque la vida nace del amor / Porque después de Dios la salvación / Está en el que estudia la medicina / Doctora que mi Dios me la bendiga / Porque en usted encontré la salvación (...).

La letra de La Doctora, de Diomedes, puede sonar premonitoria si se compara con la gestión actual de los trabajadores de la salud. No lo es así para Payares, que, encargado de la guacharaca en el conjunto de Los Timbaleros, solo puede pensar, por ahora, en cómo ganarse la vida con lo que aprendió a hacer desde que era niño.

Cuando tenía 8 años hizo su primera guacharaca, de un totumo, y tocaba con un balde y una violina de boca, “porque no había plata para un acordeón”, relata, mientras saluda a un hombre opuesto a su semblante limeño y, a simple vista, mucho menor: “Fernando Blanquicet, el de la caja”, presenta al segundo del cuarteto vallenato.

La conversación con el hombre de la caja llegará más tarde. Entre tanto, la esquina de San Juan vuelve a la vida a pesar de la pandemia: sobre la calle, cuatro jóvenes buscan ganar alguna recompensa con sus contorsiones en el aire previo al rojo incandescente del semáforo; del otro lado, dos jóvenes tratan de captar las bendiciones de los comensales de un restaurante con su habilidad para adaptar ritmos contemporáneos a un violín y un bajo; y las discotecas y bares, que se yerguen por todos lados, esperan recuperar lo perdido en casi un año.

Lo que trajo la pandemia

Cuando Ómar Algarín -la voz oficial del conjunto- no está, Payares es quien “pone la garganta”: su voz arrastra la frescura de las ciénagas Cuenca y San Marcos, que bañan apacibles, y sin pretensiones, a su pueblo, en la frontera inmediata con las sabanas cordobesas.

Después de transportarse a esos parajes del Caribe, le pregunto por la pandemia y de inmediato apela a los toques de queda. Luego, cavila un instante, entorna los ojos y da un salto que le permite a su memoria volver atrás.

“En febrero dejé de tocar. Duré casi cinco meses en la casa. El último contrato previo a la pandemia lo tuvimos en Barbosa”, describe. “Tocamos canciones de Diomedes y Silvestre: Los recuerdos de ella, Niégame tres veces y No te vayas, que suelen ser las más apetecidas por la gente”, agrega.

Ahora habla Blanquicet, hijo de padre panañemo y criado entre Moñitos y Cartagena. Cuenta que con la pandemia cambió el trabajo: “Algunas personas sí hacían sus eventos, pero en la tarde. Luego a la gente le daba miedo contratar, por las sanciones de la Policía o por contagiarse del virus”. Por ello, durante casi seis meses el trabajo fue en la calle: “Trabajábamos en las unidades, centros comerciales y barrios de la ciudad”, introduce.

El tercero del cuarteto, Arnovis Arrieta, proveniente de Las Piedras, Bolívar, permanece sentado en una de las sillas habilitadas, seguramente, por Espacio Público. Inmerso en sus ropas holgadas y absorto en sus movimientos, hace llorar el acordeón de nuevo, “para calentarlo y calentar los dedos”, explicaría luego. Payares, entre tanto, retoma la narración de Blanquicet: “Salíamos a cantar en las calles, en las que hay casas aquí y allá, buscando espectadores en balcones y ventanas”.

Así convirtieron a los porteros y vigilantes en emisarios, que les entregaban las encomiendas de los moradores de esas torres de cemento: dinero en efectivo o algo de comida. Otros, relata, se ingeniaban la forma de hacer garruchas salvadoras, con canastas y cabuyas que descendían, perennes, con el dinero al interior.

Salieron a recorrer Medellín. De domingo a domingo. A pie. Tomaban un bus para arribar a su primer destino, pero de ahí en adelante llegaban hasta donde lo permitían el camino y la vitalidad de los pies. Inundaron las calles con canciones de Diomedes y sus compadres.

“Recorríamos Las Palmas hasta El Salvador. También La Milagrosa, Buenos Aires, Villa Hermosa y Conquistadores. A veces visitábamos San Joaquín y el Poblado”, expone Payares.

Otros frentes del negocio

Había venezolanos que hacían “la misma operación”, narra Blanquicet. Era una carrera, que alcanzaba, increíblemente, para todos. “Con la pandemia hemos tenido mucha competencia con los venezolanos. En las calles y en la 70. Ellos cantan tropical y salsa romántica. A veces vallenatos. Pero hemos logrado trabajar”, sostiene.

A pesar del panorama lúgubre, desde diciembre abandonaron las peregrinaciones vallenatas a los barrios. Las restricciones de movilidad cedieron y reabrieron algunas empresas, ello le permitió a parte de los integrantes del conjunto volver a empleos diurnos.

De forma paralela, la actual metodología de trabajo es expuesta por Algarín, el cuarto de los músicos en arribar (ver Protagonistas). Con un acordeón a cuestas, que no es su especialidad, describe con su cuerpo y gestos lo que al tiempo narra Blanquicet: “Oferta el servicio a los clientes de las discotecas y negocios de la 70”.

Lo hace mesa a mesa. Anhela encontrarse a algún enamorado que se rinda ante las agitaciones internas del amor y destine parte de su presupuesto a una melodía vallenata, o que los amigos que se reencuentran después de mucho tiempo paguen por una canción, una hora y hasta un contrato.

“Se le ofrece al cliente, en vivo, qué quiere escuchar”, dice Blanquicet. Se cobra por canciones, hora o tanda. Las tarifas varían: si los llaman de El Poblado, el servicio puede valer entre $400.000 y $500.000. En la 70, ofertan canciones por $20.000. Y si un cliente desea promoción, también tienen un paquete disponible: tres por $50.000.

Si bien no han vuelto a tocar en los barrios de la ciudad, Blanquicet y Payares señalan que el negocio ha caído. No advierten mejoras, por lo menos, hasta finalizado este año. En cualquier momento, entonces, podrán hacerse juglares de nuevo, y echar andar por los vericuetos y avenidas de la ciudad.

Por ahora, avanzada la noche, deben pensar en el día a día. Calientan, y como degustación no pedida, reúnen el acordeón, la caja, la guacharaca y la voz para entonar En buenas manos, otra de Diomedes, en compañía de Iván Zuleta: Ay, parado en su ventana / Me vieron muchas veces / Solitario en la calle / Trasnochado de amor / Y en medio del silencio / Cantaba una canción / Que si ella la recuerda / Su cuerpo se estremece (...).

Por fin están completos. Será tarea de todos ofertar el servicio, potenciar los esfuerzos de Algarín e inundar, con sus orígenes costeños, las calles de una tierra que, aunque provinciana, nunca ha sido vallenata

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