Las cuatro hijas, de Kaouther Ben Hania

De la realidad y la representación

Oswaldo Osorio

Muchas veces la ficción es la mejor forma de enfrentar la realidad. De hecho, es sabido que las historias, empezando por los mitos y las leyendas, surgieron para facilitar la comprensión del mundo y de las distintas facetas de la vida individual o social. Esta película, que no sería exacto limitarla solo a la categoría de documental, hace tomar de la mano a los elementos de la realidad y la ficción para crear un relato intenso y envolvente que tiene mucho de catártico, de experimento emocional y de alegato político.

A esta cineasta tunecina ya se le había visto por la cartelera del país –lo cual es un indicio de su proyección internacional– con dos impactantes películas, La bella y los perros (2017), en la que una joven busca justicia luego de ser violada por policías; y El hombre que vendió su piel (2020), en la que un sirio fue tatuado como obra de arte a cambio de la visa europea. Son dos obras basadas en polémicos hechos reales que la directora potencia con su puesta en escena y problematiza aludiendo a preguntas incómodas y reclamando responsabilidades a personas, instituciones y estados.

Lo mismo hace en Las cuatro hijas (Les Filles d’Olfa, 2023), relato en el que Olfa es una mujer que ha perdido a sus dos hijas mayores en medio de un sonado caso que llamó la atención a Ben Hania, por lo que le propuso a esta madre y a las dos hijas que le quedaban hacer la película. Para ello contrató a tres actrices, una que personificara a la misma Olfa y otras dos para las ausentes. Es así como las siete mujeres, contando a la directora, se embarcan en una intrincada operación dramatúrgica y representacional en la que reconstruyen momentos pasados entre las cuatro hermanas y la madre.

De manera que actrices y personajes se entrelazan en situaciones dramáticas rememoradas por la familia, en las que intentan decodificar los complejos lazos familiares que están determinados tanto por su condición femenina al interior de la cultura islámica como por el contexto político e ideológico del yihadismo. Entonces, el acto de representar se carga de matices y sinuosidades al punto de perderse por momentos esa diferencia entre quienes actúan y quienes recuerdan; así mismo, al relato se le van sumando diversas capas producto de los ensayos, las repeticiones, las discusiones sobre las diferencias de lo recordado entre unas y otras, las nuevas emociones espoleadas por la memoria y hasta el aporte de las actrices.

En una narración que no da respiro y que se dirige hacia un final dramático y sorpresivo, se pone en evidencia una contradictoria dinámica generacional, donde las hijas menores están en permanente tensión con las mayores, pero sobre todo con la madre, aunque, al mismo tiempo, hay constantes gestos de sororidad y cariño entre ellas. Por eso hablan y hablan, como tratando de resolver su mundo con palabras, preguntas, explicaciones y reflexiones. Y de esto se desprende el único bemol de la película, y es que la carga de texto, por vía de los diálogos, desborda por completo las posibilidades de la imagen, haciéndola una pieza con una verborrea que por momentos resulta abrumadora.

Aun así, se trata de una pieza portentosa por esa aventura emocional y narrativa en la que introduce al espectador. Su equilibrada construcción entre la realidad y los juegos representacionales enriquece lo que quiere documentar, así como un relato que se rehúsa a ser encasillado en un solo tipo de discurso. Y para rematar, falta lo más sorprendente, ese final del que este texto no hablará, porque todo este juego ficcional y documental terminan siendo superados por un desenlace en el que, la realidad misma, parece seducida por los giros de la ficción.

El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

La obra impredecible

Oswaldo Osorio

hombrepiel

Usar el propio cuerpo para crear una obra es uno de los asuntos más polémicos del arte contemporáneo, y no estoy hablando del body painting o del performance, que, en últimas, es arte efímero, sin consecuencias definitivas para el cuerpo; me refiero a artistas como Orlan, quien transforma su cuerpo con cirugías plásticas, o a Sterlac, quien lo interviene con diversos dispositivos. ¿Pero qué pasa cuando el cuerpo convertido en obra no es el del propio artista y se convierte en mercancía para el mundo del arte?

Esa es la premisa de esta película, la cual no es una descabellada ficción, sino que está inspirada en una obra de Win Delvoye, quien tatuó a un hombre y lo “vendió” a un coleccionista en 2008 (el hombre tiene el compromiso de posar una vez al año en una exposición). La directora tunecina Kaouther Ben Hania, la misma de La bella y los perros (2017), toma este episodio y a los cuestionamientos en la esfera artística le suma otros políticos y éticos, en tanto el tatuaje se le hace a un refugiado sirio y la imagen en cuestión es una visa Schengen (esa con la que se puede entrar libremente a Europa).

La primera discrepancia en esta situación es la diferencia que hay entre objeto y sujeto, pues con el primero se puede hacer cualquier cosa y con el segundo, por más que medie un contrato de propiedad, interviene la conciencia de este sujeto, su libre determinación, por no mencionar su conducta y los problemas que arrastra consigo. En otras palabras, es una obra impredecible que se posee solo parcialmente.

La otra discrepancia es el asunto político y ético. El artista lo puede ver como una declaración política sobre la mayor facilidad con que circulan las mercancías en comparación a los seres humanos en el mundo actual, pero otros pueden verlo como el oportunismo y la explotación de la necesidad de un hombre que está en la peor de las condiciones, la de un refugiado, esto es, una persona que lo ha perdido todo, empezando por su propio hogar.

Hay una tercera implicación, esta vez emocional, pues este hombre – obra, por su condición de refugiado, también pierde a su novia, incluso este conflicto interno es mucho más fuerte en él que sus dilemas como obra propiedad de otros. Aun así, el relato da constantes golpes de banda contra cada uno de esos conflictos: el artístico, el ético, el político y el amoroso. Por eso la historia patina largamente en ellos, para bien y para mal, pues como narración puede resultar anegada y tediosa, pero como como un cuestionamiento, tanto reflexivo como un poco cínico, sobre estos asuntos, se antoja muy atractiva y estimulante.

En un mundo hondamente estratificado, donde hay ciudadanos, incluso regiones enteras, de segunda y tercera, y en el que el peso de la materialidad y la circulación de mercancías están en el tope de esta jerarquía, películas como esta buscan poner en evidencia tan arbitraria situación, pero además lo hacen con riqueza de matices y planteando preguntas para sembrar en el espectador inquietudes que tal vez no tenían.