El gran showman, de Michael Gracey

El cine es un circo

Íñigo Montoya

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La historia de P.T. Barnum, un hombre del espectáculo en los Estados Unidos del siglo XIX, ha sido llevada muchas veces al cine desde 1934, la más célebre de ellas interpretado por Burt Lancaster en 1986. Y es que su historia llena de aventuras, exóticos personajes, empresas quijotescas y pasión por el éxito tiene muchos elementos que el cine puede explotar como el principal medio de ese mundo del espectáculo.

En esta nueva versión sus productores se deciden por hacer un musical, y con este género cinematográfico como la base del tono del relato se define todo lo demás: desde la esquemática construcción del argumento, las centellantes interpretaciones, los grandilocuentes decorados y la colorida y efectista concepción visual.

Y no se debe tomar la descripción de estos elementos como algo peyorativo, sino como la decisión estilística que tomaron sus realizadores, una decisión absolutamente consecuente con el tipo de personaje y el medio en que se movía, una decisión inteligente de cara al espectáculo que le querían presentar al público y sintonizada con la que probablemente fue la personalidad de este hombre.

Y aunque la visualidad, musicalidad y el espectáculo es la prioridad de esta película, de fondo hay una constante en cada situación y la relación entre los personajes y su contexto: la reflexión y el cuestionamiento sobre la intolerancia y la discriminación con los que son diferentes, así como la rigidez social para permitir que alguien cruce los límites impuestos por las clases y el abolengo.

No es una película que vaya a trascender más allá del fulgor del colorido, la música y los reflectores con que fue hecha, pero sin duda es una historia que supo escoger su código y ser consecuente con él para satisfacer al gran público, convirtiéndola esto en una entretenida obra definida por el espectáculo.