El 15 de octubre de 1914, el médico Luis Zea Uribe se encontraba en una casa en el centro de Bogotá tratando de contener la hemorragia que brotaba de las heridas del general Rafael Uribe Uribe, uno de los líderes más importantes de la historia del liberalismo en Colombia. La crónica que escribió tras atender por varias horas al general que participó en tres guerras civiles y luego se convirtió en un pacifista, parece el espejo de la tragedia que se repite cada tanto en Colombia, incluso hoy.
“El general Uribe estaba recostado en las almohadas en desorden, y daba la impresión de un hombre a quien se hubiese metido de cabeza en una tina de sangre (...) en la calle se apretujaba la multitud conmovida y nerviosa y de tiempo en tiempo surgían gritos de ‘¡Viva el general Rafael Uribe Uribe!””, escribió Zea días después. Lamentablemente, esa historia de los líderes políticos censurados por la muerte no termina. Siguió después de Uribe, Jorge Eliécer Gaitán asesinado en 1948 en el centro, en las mismas calles que 34 años antes no daban crédito a lo que pasó cuando dos hombres atacaron a machete al general Uribe. Es como si en Colombia cada 30 años un líder estuviera condenado a morir para el triunfo oscuro de la violencia.
El magnicidio a Miguel Uribe Turbay es el hecho más reciente que desnuda la crudeza de la violencia en Colombia, un país que firmó un documento llamado “Acuerdo para la terminación del conflicto con las FARC” en 2016. Sin embargo, diez años después de ese acuerdo, las lupas continúan apuntando hacia una disidencia de esa guerrilla como autora del crimen contra Uribe Turbay. Los otros victimarios fueron los paramilitares, los narcotraficantes y se indaga aún la responsabilidad del Estado en algunos casos.
Las balas que asesinaron a Luis Carlos Galán siguen sonando en los videos que quedaron grabados para la historia. Le había declarado la guerra frontal al narcotráfico de Pablo Escobar, el Cartel de Cali y Rodríguez Gacha sin contemplación. A todos por igual. Escobar lo mandó a matar en una tarima en Soacha con la complicidad de políticos como Alberto Santofimio, condenado años después. Galán era la esperanza de una nación y se daba por hecho que iba a ser el próximo presidente cuando su voz se apagó mientras daba un discurso en una tarima protegido por hombres con ametralladora en 1989. Un hecho sumamente parecido al de Miguel Uribe, a quien su verdugo le disparó seis veces por la espalda mientras él estaba en un barrio popular subido en una canasta de cerveza hablando de resolver problemas locales a los ciudadanos.
”Cuando mataron al doctor Galán pensábamos que era una pesadilla que nadie se merecía y con mucho esfuerzo se superó para garantizar la vida de los candidatos en las campañas. Lo estábamos logrando hasta que ocurrió el atentado que cobró la vida de Miguel. El Estado colombiano volvió a fallar”, dijo el periodista Juan Lozano que llevó a Galán en un carro mientras se desangraba por las balas de los sicarios en Soacha. Igual que Rafael Uribe Uribe. Igual que Miguel Uribe.
En 1984 había muerto asesinado en su carro el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Otro hombre que se enfrentó a los delincuentes de las drogas y cayó en la guerra de los narcos de Escobar contra el Estado. Su hijo, Rodrigo Lara, huérfano de la violencia del país de los líderes asesinados, reaccionó al magnicidio contra Miguel. “Siento una profunda tristeza por su partida. Y un profundo rechazo por su asesinato vil, cobarde y desalmado. Los responsables de este crimen deben ser llevados ante la justicia y deben pagar por este repudiable hecho”.
En 1990 también cayó Carlos Pizarro Leongómez a bordo de un avión que iba de Bogotá hacia Barranquilla. Pizarro había firmado ya la desmovilización del M-19 a través de un proceso de paz. La guerrilla había sido amnistiada de manera general y Pizarro era candidato presidencial. También le dispararon por la espalda en un país que no terminaba de recomponerse por los asesinatos a Lara y Galán. Junto a Pizarro había sido asesinado Bernardo Jaramillo Ossa, otro candidato presidencial de la UP baleado el 16 de marzo del 90.
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El 89 y el 90 fueron los años más duros de la violencia en Colombia. Así lo recuerda bien en su libro “1989” la periodista María Elvira Samper con detalles de todos los atentados, los secuestros, las masacres y los carros bomba puestos en todas partes a cualquier hora. Hace exactamente 36 años en las calles de Bogotá morían uno a uno los políticos que para miles eran la promesa de un país mejor que podría algún día superar los duelos y las honras fúnebres y apostarle a la paz. Pero eso no ha ocurrido.
De esa misma forma murió asesinado Álvaro Gómez Hurtado. El 02 de noviembre de 1995 salía de la Universidad Sergio Arboleda cuando sicarios en moto le dispararon a su Mercedes Benz. La misma historia. La sangre derramada por Gómez parece la de cada uno de ellos y ahora la de Miguel Uribe, sin que los violentos hayan entendido nada. Hay generaciones que hoy no conciben que en Colombia pudiese haber un atentado de tal magnitud. No conocieron esa historia que sus padres y abuelos vivieron con miedo y, por lo tanto, no la recuerdan. Pero ya no podrán ser esquivos porque la violencia ahora hace parte de la huella de su historia, al ser la historia misma de su país.
Es, en todo caso, una derrota generacional. Desde Rafael Uribe han muerto líderes políticos en Colombia durante más de 100 años, una paradoja que podría usar bien en su discurso el presidente Gustavo Petro. Parece que por fin tiene razón el mandatario que ha dicho una y tantas veces en tres años de su Gobierno que son los 100 años de soledad los que explican el rumbo del país y su esencia. 100 años de soledad que con la muerte de Miguel Uribe parecen más. Otros 100 años que comienzan.