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Cruzar el Darién: el paso de la muerte por un sueño esquivo

EL COLOMBIANO atravesó junto a los migrantes el Tapón para contar cómo es el paso por esa selva hostil.

  • Durante todo el trayecto se ven a los migrantes cruzar con niños. Entre enero y agosto de 2021, 50 menores de edad cruzaron solos el Tapón del Darién, dice Migración Panamá FOTO manuel saldarriaga
    Durante todo el trayecto se ven a los migrantes cruzar con niños. Entre enero y agosto de 2021, 50 menores de edad cruzaron solos el Tapón del Darién, dice Migración Panamá FOTO manuel saldarriaga
  • Los primeros kilómetros de la travesía por las selvas del Darién son planos. Los cruces son entre la manigua y el río. Esta humedad deja heridas en los pies de los migrantes que usan telas para cubrirlas. FOTOs manuel saldarriaga, enviado especia al tapón del darién
    Los primeros kilómetros de la travesía por las selvas del Darién son planos. Los cruces son entre la manigua y el río. Esta humedad deja heridas en los pies de los migrantes que usan telas para cubrirlas. FOTOs manuel saldarriaga, enviado especia al tapón del darién
  • Cruzar el Darién: el paso de la muerte por un sueño esquivo
  • Llegar a Panamá no es fácil, la selva es espesa y difícil. Foto: Manuel Saldarriaga.
    Llegar a Panamá no es fácil, la selva es espesa y difícil. Foto: Manuel Saldarriaga.
  • En el camino se van despojando de sus pertenencias. A veces solo llegan con la ropa que tienen puesta. Foto: Manuel Saldarriaga.
    En el camino se van despojando de sus pertenencias. A veces solo llegan con la ropa que tienen puesta. Foto: Manuel Saldarriaga.
  • Hay tramos para descansar. El camino es largo y hay muchos riesgos. Foto: Manuel Saldarriaga.
    Hay tramos para descansar. El camino es largo y hay muchos riesgos. Foto: Manuel Saldarriaga.
Cruzar el Darién: el paso de la muerte por un sueño esquivo
31 de octubre de 2021
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Cruzar el Darién es como cruzar el infierno. Atrás quedan los últimos vestigios de civilización en el caserío La Teca, de Acandí (Chocó), y después, por esa selva espesa solo se ven deambular los caminantes con niños, carpas, botas, ollas, galones de agua y morrales al hombro.

Caminan en fila india, organizada, como si se tratara de un ejército alineado, pero cuando el terreno lo permite y los caminos se ensanchan, los migrantes se desperdigan y siguen sus propios pasos, emulando a las mismísimas ánimas al salir del purgatorio.

Esa selva huele a de todo. Un olor metálico emanado del lodo gris y café que intenta tragarse las piernas de los migrantes para luego regurgitar sus zapatos, impregna la ropa empapada por la lluvia en los seis días que dura la travesía. Es un olor apestoso, como el de cualquier otra selva taponada de árboles y helechos, pero en las profundidades del Tapón del Darién ese olor profano poco importa; para un migrante lo realmente importante es atravesar esa muralla de 575.000 hectáreas de vegetación densa que separan a Colombia de Panamá, y así continuar su ruta a EE. UU., todo por un sueño.

***

Para atravesarse el Tapón del Darién los migrantes se levantan a las 4:30 de la madrugada en medio de un frío que hiela los huesos y entiesa los dedos. Su última noche antes de internarse en la manigua la pasan en La Teca, un vasto y verde terreno desde el que se divisa una montaña cubierta de nubes que los guías señalan como la frontera de Colombia con Panamá y que desde esa dimensión se ve inofensiva.

A esa hora las pequeñas fogatas son luces titilantes en las que haitianos, cubanos, venezolanos y africanos calientan agua para las bebidas del camino, o calientan la leche para el tetero de los niños que llevarán terciados en el pecho o en la espalda durante la caminata, como si fueran koalas.

Media hora después un grito rasga el silencio de la madrugada como una hoja filuda en una tela oscura. Es una señal para los migrantes que duermen. “Analeeeee, analeeeee...”, vocifera uno de los guías en lo que parece ser una palabra haitiana. La grita un joven vestido con pantalón negro, camisa negra y botas negras que recorre los laberintos de las carpas, apurando a todos para iniciar la trocha.

Sentado en una de las carpas está el venezolano John Carlos. Pagó 40 dólares por un viaje de dos horas en moto desde Acandí –a veces los migrantes viajan en un coche halado por caballos– y sorteó potreros, pastizales y caminos dominados por El Clan del Golfo. Todo aquel que requiera pasar por esos terrenos debe pedirle permiso al grupo armado ilegal, de lo contrario son expulsados; por esto es común ver en el camino los llamados puntos, personas vigilantes con radios de comunicación para monitorear la presencia de extraños en esas lejanas tierras chocoanas. Pero John y los otros caminantes son inmunes a esos controles, su condición de migrantes son el salvoconducto para cruzar terrenos prohibidos.

La travesía de Jhon inició hace un mes. Vivía en una esquina del 23 de Enero, un barrio de Caracas convertido en bastión del Chavismo que le fue cercando por sus continuas discusiones con personas afines a las políticas de Nicolás Maduro.

Por sus contradicciones lo rotularon de traidor y las amenazas anónimas llegaron: a veces las gritaban desde la calle, otras aparecieron por debajo de la puerta en cartas sin firmar, y muchas más por llamadas telefónicas. “Te vas o te matamos, hijueputa”, decían las notas asustadizas.

Le tocó irse a la fuerza. “Me convertí en un perseguido político”, dice John mientras seca las lágrimas alumbradas por las brasas de un fuego casi extinto en el que hizo café.

John salió de Venezuela una madrugada en la que hombres armados merodeaban su casa. Se esfumó por los callejones de su barriada y viajó 11 horas en bus hasta El Amparo, un pueblo limítrofe con Arauca, Colombia, en el que cruzar el río que sirve de frontera es cuestión de horas.

Ya del lado colombiano viajó hasta Medellín en flota y luego compró un pasaje hasta Necoclí. En este municipio del Urabá antioqueño vivió por dos semanas en la playa en una carpa naranja de 2 metros de largo por 1.25 de ancho, y comió arroz con verduras y atún mientras accedía a un tiquete por 80.000 pesos que lo llevaría hasta Acandí, Chocó.

“Ahora estoy enfocado en llegar a EE. UU. donde me espera mi familia”, dice, y termina de empacar la carpa que le servirá para pasar las noches en la selva. Mientras se pone las botas de caucho se vuelve a escuchar el “analeee, analeee”. Se echa al morral al hombro y junto a una caravana de 300 migrantes empieza a caminar.

Llegar a Panamá no es fácil, la selva es espesa y difícil. Foto: Manuel Saldarriaga.
Llegar a Panamá no es fácil, la selva es espesa y difícil. Foto: Manuel Saldarriaga.

“Hasta una aguja pesa”

El río Muerto parece una serpiente de agua que con el paso de los kilómetros se engulle a los migrantes. Son las 10:00 de la mañana y la caravana de africanos, haitianos, venezolanos y cubanos que salió presurosa y compacta a las 6:00 a.m. ha empezado a alargarse.

Atrás quedó La Teca sin carpas; solo permanecen unas tiendas improvisadas en madera y cubiertas con tela verde en las que los migrantes consiguen desde botas de caucho a 40 dólares (152.000 pesos colombianos) hasta una gaseosa pequeña a 7 dólares (26.000 pesos colombianos) o una aspirina por 2 dólares (7.600 pesos colombianos). Pero esa soledad es temporal. En menos de un día llegarán a acampar otros migrantes a la espera de la orden para cruzar el Tapón.

A medida que la romería se ensancha, el grito de “anale” es más frecuente, como se hacen frecuentes los descansos de los caminantes que buscan refugio entre grandes árboles, urgidos por el sol de las 11:00 a.m. que les hace arder la piel.

Las botas de caucho se recalientan y sacan las ampollas que son envueltas en telas estériles para poder continuar la travesía, y el agua del río metida entre los zapatos agrietan los dedos de los pies y causan pequeñas heridas que duelen como cuchilladas.

Los migrantes, doblegados por el cansancio, empiezan a despojarse de todo aquello que sienten prescindible. El camino del Darién se convierte en una estela de camisas, pantalones, chaquetas, zapatos, pañales y ropa interior que se quedan engarzados en cada árbol de la travesía o en cada piedra del río Muerto.

“En esta selva hasta una aguja pesa”, dice un cubano mientras se quita una chaqueta de cuero y la acomoda en un arbusto. El viaje que inició con grandes maletas termina para los migrantes, en algunas ocasiones, solo con la ropa que llevan puesta.

Guías, más que un servicio

Los guías que llevan a cada uno de los migrantes hasta la frontera con Panamá por 400 dólares (1.520.000 pesos colombianos) ofrecen otros servicios cuando las fuerzas de los caminantes menguan. “Le llevo el maletín por 40 dólares hasta la frontera”, dice uno; “le cargo el niño hasta la frontera por 50 dólares”, comenta otro.

A lo largo de la trocha se ven a estos jóvenes, identificados con un carné de colores y un número, cargar a los niños haitianos y las maletas que los migrantes decidieron no tirar. Caminan de prisa. Esquivan cada rama, rodean cada árbol, eluden cada lodazal y trepan cada montaña con la agilidad de quien conoce la selva y lleva años atravesándola.

“Nosotros no somos coyotes, prestamos un servicio. Usted ve que ellos le dan la mano a la gente, cargan sus hijos y nos los dejan perderse o los dejan por ahí abandonados”, dice Fredy Pestana Herrera, presidente de Cocomanorte, el Consejo Comunitario del norte de Acandí encargado de la organización de los guías que llevan a los migrantes hasta la frontera con Panamá.

Cuenta Fredy, un hombre de baja estatura, tez morena y ojos verdes, que los jóvenes que tiene a su cargo y que son los “guías”, son los mismos que limpian el río Muerto de las basuras dejadas al paso de los migrantes, recogen las prendas de vestir tiradas en cada recodo de la selva para donarlas a personas sin recursos, y cuidan esa fuente de agua por ser el recurso hídrico más importante de la región.

Además, Fredy, quien nunca dejó de estar acompañado por dos de los chicos vestidos de negro que parecían cuidar cada movimiento, dispone de varios de sus hombres más fuertes para cargar a una haitiana que en este recorrido expresó no poder caminar más y se sentó en una piedra del río a recibir aire de sus compañeros de viaje que improvisaron un ventilador con camisas.

“De acá sacamos una señora en una camilla improvisada y la mandamos al hospital. Es que estamos es para prestar un servicio”, enfatiza el líder, quien agrega que detrás de este negocio no hay nada ilegal ni ningún grupo irregular.

Sin embargo, un investigador judicial aseveró a EL COLOMBIANO que el Clan del Golfo cobra un porcentaje por cada persona llevada hasta la frontera, y la tarifa oscila entre 40 y 50 dólares, es decir, entre 155.000 pesos y 193.700 pesos colombianos, lo que les generaría mensualmente ingresos por $1.900 millones por el paso de migrantes hasta la frontera colombo-panameña.

Y pese a la afirmación de Pestana de cero presencia de ilegales, el equipo periodístico de EL COLOMBIANO tuvo restricciones para tomar fotos en varios puntos del recorrido por el Tapón en los que se ven pequeñas carpas improvisadas con plásticos negros, ocupadas por una persona.

Además, a su regreso a La Teca, un hombre de gafas oscuras, vestido con un pantalón verde y botas, se mostró incómodo con la presencia de los reporteros en el lugar e increpó a la persona que nos guió en el cruce del Darién.

En el camino se van despojando de sus pertenencias. A veces solo llegan con la ropa que tienen puesta. Foto: Manuel Saldarriaga.
En el camino se van despojando de sus pertenencias. A veces solo llegan con la ropa que tienen puesta. Foto: Manuel Saldarriaga.

Los peligros del Tapón

Encima de un árbol y en posición fetal, un cuerpo sin vida parece aferrase a este mundo, aunque ya no pertenece a él. “Mire caballero lo que padecemos, un muerto ahí, mire, ya podrido”, dice un cubano.

A este migrante N.N. lo sorprendió una crecida del río que lo encumbró en los arbustos. Murió aferrado a varias ramas y ya los carroñeros se han devorado la mitad de su cuerpo, de la cintura hacia arriba.

Tan solo en 2021, la Oficina de Medicina Legal de Panamá ha rescatado los cadáveres de 50 migrantes que desafiaron el Darién, “y esa cifra es una cantidad mínima de la que hay de restos humanos en todo el trayecto”, asevera José Vicente Pachar, director del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Panamá.

La muerte siempre ronda el Tapón del Darién y de eso son conscientes los migrantes, quienes por redimir su sueño de una vida mejor, no les importa exponerse a los peligros de esa selva hostil. “Nos dicen que allá hay animales que nos pueden devorar, o nos roban y nos atracan y nos violan, pero preferimos arriesgarnos a continuar como vivimos”, cuenta María Eunice, una venezolana que decidió cruzar con sus dos hijos y su esposo. “Es eso o nada”, reafirma, mientras bebe un poco de agua que su hijo mayor ha cargado en galones desde la salida de La Teca.

Pero la creciente de los ríos cuando llueve en el Tapón es tan solo uno de los peligros a los que se enfrentan los migrantes. Arañas de hasta 20 centímetros de tamaño, serpientes, alacranes, y la conga, una hormiga gigante frente a sus parientes que habita en los troncos de los árboles y cuyo veneno inflama las extremidades, produce fiebre y diarrea, son algunos de los peligros de ese cruce inhóspito.

Aún así, el temor más grande para un extranjero que cruza el Darién es la Loma de la Muerte o Despeñadero, un volado en medio de la selva con una profundidad que no se dimensiona y por el que se han ido migrantes de los que no vuelve a saberse.

Para evitar estas tragedias, los guías improvisaron una baranda con madera y amarraron una cuerda que hace más fácil el cruce que se vuelve angosto al pasar por el Despeñadero. “Pero hace tiempo por acá no se cae nadie”, dice un guía ante la pregunta de un migrante que temía pasar.

Hay tramos para descansar. El camino es largo y hay muchos riesgos. Foto: Manuel Saldarriaga.
Hay tramos para descansar. El camino es largo y hay muchos riesgos. Foto: Manuel Saldarriaga.

La Loma, el tramo más duro

La Pata de la Loma es un pedazo de tierra empedrado que los colonos le han arrebatado al río para instalar grandes construcciones cubiertas con plásticos negros. Allí los migrantes pueden comprar un plato de sopa y arroz por 15 dólares, y una gaseosa por 10.

La bullaranga es tanta que al sonido del cauce se lo tragan los gritos de ese mar de acentos distintos. Es la euforia de un pequeño triunfo: a un día de camino está la frontera con Panamá y llegar a esa cumbre es lo más ansiado.

Este es el último abastecimiento antes de iniciar La Loma. Atrás quedaron los kilómetros del paso llano de la selva y del río Muerto, y también quedaron la Casa de Zinc y Caracolí, dos campamentos improvisados para que descansen los migrantes. Frente a los cambuches improvisados, los ojos expectantes de los extranjeros se abren aún más al ver esa pared de montaña que obliga hasta el caminante más avezado a subirla de rodillas.

Y como el cielo no perdona en el Tapón del Darién, donde cada año caen 5.400 mm de lluvia según Clima-Date, el torrencial se desprendió a la 1:30 de la tarde y convirtió esa subida en una pista de lodo resbaladizo. Aunque las gotas gruesas cierran los párpados y no dejan ver más allá de dos metros, los migrantes se preparan para escalar ante el grito insistente: “Analeeeee...”.

Son cuatro horas de camino por donde no hay vía y cada rama saliente de un árbol es una agarradera en una ruta donde el paso se mide para no terminar desparramado metros abajo. A medida que se avanza por esa pared de lodo, el corazón bombea tan fuerte que los latidos se sienten en las sienes. El sudor arde en los ojos y las piernas se engarrotan, se encogen, duelen. A las 5:00 p.m. está oscuro. Los altos árboles no dejan filtrar la luz del sol. Parece de noche. Los migrantes han llegado al descansadero 4, un claro en la selva abierto a punta de machete que en cuestión de minutos se llena de carpas con caminantes listos a descansar.

La última noche

La noche en las profundidades del Darién es todo menos silenciosa. En las ramas se escuchan los cantos del pájaro bruja –dicen los guías que se ríe como una bruja– y los sonidos guturales de un mono. Los ruidos nocturnales se mezclan con ronquidos de los migrantes, cansados de la travesía.

En las noches no hay paz en la selva. Por eso se hace eterna pese a que dura poco porque a las 5:00 a.m., aún oscuro, “anale” hace su aparición. Los foráneos se levantan ojerosos, agotados. No hay agua para lavarse ni los dientes ni la cara.

En medio de ese bosque, un niño de 10, 12 años tal vez, se acurruca para defecar. Su excremento verdoso y maloliente hace que su madre busque afanosa una pastilla que le hace tragar apretándole la nariz. Está pálido, muy blanco, parece deshidratado.

La mayoría de los migrantes sacan panes o galletas de sus bolsos y los comen de afán. No hay líquido para tomar. En cuestión de minutos, el descansadero 4 vuelve a ser lo que fue horas antes: un claro en la selva atiborrado de basura que dejan los migrantes.

A lo sumo faltan cuatro horas para llegar a la frontera, pero son cuatro horas de un lodazal que arranca los zapatos. Faltan Las Mellizas y el Despeñadero, las subidas más duras antes de “coronar”.

***

A paso lento, cada migrante va llegando a la frontera. Es un pedazo de tierra que identifica el lado colombiano del panameño por una tabla pintada con las banderas de ambas naciones. Hasta aquí los acompañan los guías.

Algunos lloran, otros se abrazan. El camino no ha terminado porque sigue el descenso hasta llegar a Bajo Chiquito, el primer pueblo de Panamá, pero los migrantes sienten que coronaron lo más duro del Tapón del Darién.

Muchos se sientan a descansar. Les faltan dos días para llegar a Metetí, donde está el primer campamento humanitario y donde recibirán atención a los males agarrados en la selva, pero para ellos es como una redención, el pago por un sueño esquivo que se han empeñado en alcanzar

300
migrantes hacen parte de las caravanas que a diario pasan la frontera colombo-panameña.
50
cadáveres de migrantes han sido rescatados en el Darién por Medicina Legal de Panamá.
Infográfico

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