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“La democracia no es una solución milagrosa de los problemas”: Carlos Granés

Entrevista con el escritor colombiano Carlos Granés, autor del ensayo Delirio americano.

  • Carlos Granés es uno de los grandes ensayistas colombianos actuales. Su más reciente libro es Delirio Americano. FOTO CORTESÍA PENGUIN.
    Carlos Granés es uno de los grandes ensayistas colombianos actuales. Su más reciente libro es Delirio Americano. FOTO CORTESÍA PENGUIN.
27 de febrero de 2022
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En América Latina, los idealistas –José Martí, Camilo Torres, Roque Dalton– mueren pronto mientras los tiranos –Porfirio Díaz, Augusto Pinochet, Fidel Castro– tardan en hacerlo. También hay una íntima y oscura conexión entre el intelectual y el hombre de armas, y cada tanto las rupturas políticas llegan hasta la raíz misma de la cultura continental, las revoluciones. De estos asuntos se ocupa el ensayista colombiano Carlos Granés en Delirio Americano, el más ambicioso y extenso de sus libros. EL COLOMBIANO conversó con el escritor sobre las pesadillas y los sueños que le han dado norte a las empresas latinoamericanas.

¿Cuáles fueron los acontecimientos en su vida y en su formación intelectual que lo llevaron a escribir Delirio americano?

“La verdad, yo no sabía en qué me estaba metiendo, uno empieza a trabajar guiado por preguntas, por dudas, por intereses, por la curiosidad y uno lee, investiga y tira de ciertos hilos sin saber que esa primera pista va a conducir a ciertos hallazgos y que esos hallazgos abren nuevos interrogantes y que esos interrogantes, una vez contestados, despiertan nuevas preguntas, y así fue. No sabía exactamente que este libro iba a ser con ese nivel de profundidad, de rigurosidad y de ambición. Creí que iba a ser un libro solamente de vanguardias artísticas, es lo que pensé inicialmente.

Entre 2010 y 2017 estuve recopilando mucha información, leyendo, organicé seminarios sobre estos temas como uno en los cursos de verano de la Complutense sobre vanguardias latinoamericanas, sobre Octavio Paz, Cortázar, García Márquez. Es decir, me venía preparando bastante, venía como en un entrenamiento para enfrentarme a la pelea por el título y finalmente en 2017 empecé a trabajar en esto y tardé cinco años completos en acabarlo”.

¿Cuáles fueron esos libros o autores que le ayudaron a encontrar el tono?

“En realidad, yo leí a muchísimos ensayistas latinoamericanos. No sabría decir cuál de todos ellos me dio las claves y las pistas para escribir este ensayo, supongo que muchos. Sí, claramente tengo un referente en el ensayo latinoamericano que es Octavio Paz: él me ha nutrido intelectualmente, a través de sus ensayos he visto las posibilidades que tiene el género, me he dado cuenta de que el ensayo es una forma literaria artística, que el ensayo puede ser riguroso, imaginativo y creativo, entonces ese es claramente mi referente. No sé si hay precedentes exactos del ensayo que escribí: que combine de una forma tan clara cultura y política. Escribí el libro precisamente porque no había uno que hiciera eso.

Leí a muchos ensayistas: los hermanos Henríquez Ureña, Vasconcelos, Ugarte, González Prada. A los posteriores: Galeano, desde luego Octavio Paz, los más jóvenes como Volpi, también los filósofos y los ensayistas que hicieron ensayo de interrogación nacional como Samuel Ramos en México, Ezequiel Martinez Estrada en Argentina, es decir, intenté leer todo lo que el tiempo me permitió. Pero entre todo esto creo que no había un libro que hiciera lo que yo quise hacer en Delirio Americano”.

El libro comienza con la figura de José Martí. ¿Cuáles han sido esos hallazgos del papel del arte y su relación con la construcción de la crítica del poder y el poder mismo?

“A mí me sorprendió mucho encontrar o descubrir que las generaciones de poetas, sobre todo de los años 20, fueron de alguna forma los promotores de las iniciativas políticas más radicales del continente. Uno podría pensar en el caso brasileño, por ejemplo, donde los jóvenes poetas que participaron en la semana de arte moderno del 22, ese momento mítico de la vanguardia brasileña, compartían un interés por la identidad nacional, pero de esta pregunta se escindieron dos tendencias muy distintas, opuestas.

Una se centró en un nacionalismo extremo que derivó en vanguardias nacionalistas, de la búsqueda de la identidad nacional pasar a la acción política, y esa acción política los conduce a la formación de un grupo fascista. Por el otro lado, a los de izquierda les preocupó muchísimo la identidad brasileña, pero estuvieron más abiertos a la contaminación extranjera y ese camino los llevó a formar una vanguardia mestizófila, nacionalista, pero no obsesionada con la pureza nacional. Entonces de un mismo núcleo poético, en los años 20, se derivan posiciones fascistas y posiciones comunistas.

En Colombia pasó lo mismo, la generación de Los Nuevos reunió a poetas, periodistas, intelectuales, futuros políticos e incluso futuros presidentes en torno a las tertulias, pero allí había gente muy conservadora y conservadora revolucionaria que intentaba transformar el partido conservador en un partido fascista, y gente de izquierda como Luis Tejada, Luis Vidales y Ricardo Rendón, el caricaturista, que intenta las primeras iniciativas para formar partidos comunistas.

Finalmente, Luis Vidales participa en la formación del Partido Comunista Colombiano. Eso fue muy sorpresivo, muy interesante también. O descubrir cómo la vanguardia nicaragüense, que tenía un antecedente como Sandino, en realidad no se escora hacia la izquierda sino hacia la derecha radical y se convierte en los camisas azules con fantasías reaccionarias muy fuertes y finalmente acaban apoyando a Somoza como el gran caudillo nacional, representante de las esencias nicaragüenses que puede engrandecer la nación.

Estos hallazgos me sorprendieron, no sospechaba que iba a encontrarme todo esto y sobre todo no sospeché que me fuera a encontrar con tanto poeta fascinado con el fascismo. Siempre pensamos, o nuestra generación asocia a América Latina con revoluciones de izquierda, con guerrilleros de izquierda y poco con ese pasado oculto de filias fascistas poderosísimas, que en realidad yo no creo que hayan desaparecido del todo”.

¿Cómo entiende la cercanía de los intelectuales latinoamericanos con el hombre autoritario, con el poder concentrado en una sola persona?

“Eso es una herencia del arielismo. Esto surge con el libro de José Enrique Rodó que publica en 1900, en donde no solamente intenta unificar al continente a través de la geografía sino a través de una nueva moral y de unos nuevos valores, y esos valores tienen como finalidad diferenciarnos de los sajones. Entonces mientras los sajones vendrían a ser utilitaristas, pragmatistas, encantados con el dinero, con la medianía, con la vulgaridad, los latinoamericanos vendríamos a ser espirituales, entenderíamos los misterios de la creación, los misterios del erotismo, la mística religiosa.

Además de esto, Rodó le asignó a los sajones la democracia liberal como algo propio de su cultura, mientras que para los latinos recomendó cierto elitismo intelectual, cierta aristocracia intelectual llamada a regir los designios de las patrias. Desde ese momento se creó la idea de que la democracia latina iba a ser algo distinto a la democracia sajona, la democracia sajona iba a ser la del número, la de las mayorías, la de la medianía; la democracia latina iba a ser la de una élite capaz de regir los designios de la nación, y esa élite a veces fueron los intelectuales, o se fantaseó con que fueran los intelectuales, pero en realidad nunca lo llegaron a ser, esa élite fueron los hombres fuertes, los caudillos, por lo general salidos del ejército. Francisco García Calderón, un arielista peruano, desarrolló esa tesis, pues al estar convencido de que la democracia liberal no era para los latinos, se preguntó cuál iba a ser el rasgo fundamental de nuestras democracias y él aboga por la promoción del hombre fuerte con la capacidad de estabilizar la raza, un concepto muy propio de la época, controlar la anarquía y amansar los instintos bárbaros de los latinoamericanos.

Él reivindica a Porfirio Díaz, al doctor Francia, a Estrada Cabrera, a los grandes tiranos del siglo XIX y asume que esos son los liderazgos que necesita América Latina. Eso, yo creo que perdura, sigue perdurando después mucho tiempo.

Dando un salto a García Márquez, él desde una posición opuesta, más izquierdista que derechista. García Márquez hasta los 70 al menos, quizá hasta los 80, abogaba por el poder, no por el gobierno, decía ‘la izquierda necesita poder, no necesita gobernar’.

Un presidente democrático puede aspirar a gobernar, a presidir un gobierno, pero no a tener todo el poder. Afortunadamente es así la democracia. García Márquez aspiraba al poder, porque solo en el poder se podrían aplicar acciones que a su juicio necesitaba Colombia y el continente entero.

Entonces sí ha habido una fascinación por lo que ofrece el poder. Por esa posibilidad de transformar la realidad con la velocidad con la que se escribe una novela. La democracia siempre ha sido lenta, implica trámite, negociación, conflicto, discusión, las soluciones que ofrece no son milagrosas, son parciales, siempre cojean. La democracia facilita la convivencia más que la solución milagrosa de los problemas. Pero esto en América Latina siempre ha parecido muy poca cosa, entonces lo que ha fascinado es la promesa del cambio radical y rápido y eso solo lo da el poder y el poder solo lo encarnan los caudillos o los dictadores.

De ahí esa fascinación, esa constante fascinación por el hombre que promete o que amenaza con violentar la democracia, saltarse la ley, saltarse la constitución, arropado en la voz del pueblo, el sentimiento nacional, apoyándose en lo que quiere el pueblo y una vez allí, sin ese tipo de talanqueras, actuar de manera que se pueda transformar el mundo para mejorarlo.

La verdad es que nunca lo mejoran, siempre lo empeoran, pero siempre se cree que lo van a mejorar. La imaginación del artista, benévola, tiende a idealizar a estos personajes y a pensar que sí van a realizar los cambios que se requieren”.

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