Desde la vereda Manzanillo este museo narra la historia de Belén

Durante diez años la casa de Luz Dary Román ha sido el epicentro de la memoria de una vereda de Medellín.

  • Luz Dary Román es el alma y nervio del museo de San José del Manzanillo. FOTO Camilo suárez
    Luz Dary Román es el alma y nervio del museo de San José del Manzanillo. FOTO Camilo suárez
  • Desde la vereda Manzanillo este museo narra la historia de Belén
  • 10 años lleva abierto el museo comunitario de San José del Manzanillo. Foto: Camilo Suárez Echeverry
    10 años lleva abierto el museo comunitario de San José del Manzanillo. Foto: Camilo Suárez Echeverry
Ángel Castaño | Publicado

Desde el marco de la puerta de su casa, Luz Dary Román ha visto las laderas del frente llenarse de edificios de uno o dos pisos levantados por los hijos y los nietos de los Loaiza, los Cano, los Rodríguez, los Villa y los Arroyave, las familias que fundaron la vereda San José del Manzanillo, en la parte de Belén, suroccidente de Medellín. En los sesenta el bosque se volvió huertas de yuca, maíz, frijol y estas, con los años y el aumento del número de pobladores, se hicieron lotes para viviendas. Y no solo en ello Luz Dary ha sentido el tiempo: también presenció —y ahora lamenta no haber hecho lo suficiente para impedirlo— el cambio de la piel de la vía estrecha que une su vecindario con la ciudad: pasó de la piedra al cemento. “Como nosotros de niños no teníamos diversión comenzamos a empedrar el camino con material que traíamos de las quebradas la Potrerita y la Guayabala”, dice en el antejardín de su casa de fachada azul con matas alineadas en el piso y en tablas. La mamá de Luz Dary —Alicia Román, muerta hace poco más de cuarenta años— les enseñó a sus tres hijas que un hogar sin jardín es una persona sin pulmón.

Luz Dary ha estado siempre aquí: lleva en esta casa sesenta y dos años. Una hermana reside enfrente y una hija enseguida, justo donde antes estaban los corrales de los cerdos y las gallinas. El terreno lo heredó de su padre —Fernando Loaiza, muerto hace 38 años— y él, a su vez, lo recibió de su abuela paterna. Ella es morena, de manos gruesas y palabras que no se escabullen por las ramas. Dice las cosas sin adornos ni anestesia. No duda de calificar de “depredadoras” las prácticas de sus antepasados y de ella misma en procura del sustento: “llevábamos matas del Cerro Los Encantos al parque de Belén y allí las vendíamos. Íbamos a pie y a veces nos tocaba bajar y subir dos veces. Belén era Medellín para nosotros”. A los catorce años se le despertó la curiosidad por el liderazgo comunitario, en particular por los temas de la cultura y el arte. “De niña seguro quería ser algo, de hecho ahora hago teatro con mi grupo”, dice sin melodrama. La vida y la economía la llevaron por otros caminos: se casó, tuvo cinco hijos. No obstante, no claudicó el sueño de la educación: en 2007, en jornadas para adultos, terminó el bachillerato.

Es de decisiones rotundas. Tras escuchar a un funcionario de la alcaldía de Medellín hablar de lo “problemáticos” que eran los Loaiza del Manzanillo, se deshizo del apellido paterno para quedar solo con el de la madre. Le pregunto por la reacción del papá y en la respuesta no se guarda nada: “mi papá era un borracho. En esta casa siempre estuvo mamá. Cuando se dio cuenta lo del apellido ella me dijo que debí ponerme los dos de ella: Román Bustamante. Se lo cambié también a mis dos hijas”. Idéntico trato le dio al marido al este irse a vivir con una vecina: “le dije: aquí no vuelve ni a mi velorio porque me paro del cajón y lo saco”. Al principio no fue fácil sostener la prole: para llevarle a los hijos las comidas diarias acudió a los vecinos. “Preferí pedir porque el que quita lo ajeno pierde lo propio, decía mi mamá”. De nuevo la sabiduría materna sirvió de brújula moral. Con las semanas consiguió un puesto en una fábrica de arepas y, luego, en el programa Buen Comienzo. Hace unos cuantos años decidió consagrarse a su casa y a las gestiones culturales.

Tiene clara la cronología de la vereda. Recuerda las fechas de la llegada de “los bombillitos de la calle” (1974) y de la puesta en marcha del acueducto del sector (1975). Otro hito de este relato es la apertura del Museo del Manzanillo. Hace diez años –el 21 de septiembre de 2012– convirtió su casa en un satélite de la memoria. En este punto de la charla le pido que pasemos del antejardín a la sala. Junto a la cocina hay un mural con copias de las fotos de las familias del sector y en otra pared está colgado el carriel de su padre. En pocos metros cuadrados hay de todo: las vasijas para tomar el chocolate, los cepillos que antaño se usaban para quitarle las motas al paño del saco y diferentes cámaras de rollo. En un mueble hay carpetas con hojas manuscritas, de máquina y de computador. En los primeros días del museo ella y un grupo de jóvenes entrevistaron a los ancianos del Manzanillo para consignar sus recuerdos en cuadernos y agendas.

En esas visitas, entre bocados de parva mojada en chocolate, Luz Dary descubrió que el pasado es un campo de batalla. “Muchas cosas salieron: buenas y malas, secretos de familia...cosas que hacen reír y otras que no”. Tal es una de las consecuencias del trabajo historiográfico: volver la mirada ratifica —cómo si hiciera falta— la complejidad de la naturaleza humana, capaz de lo bello y de lo ruin. No resulta gratuita la comparación que hace Luz Dary del proceso de escuchar a los otros: “es como ser un sacerdote”. El propósito del estudio de la historia no es el de caer en el extremo de hacer de los ancestros héroes ni de condenarlos a la luz de las coordenadas del presente. Es más modesto y complejo: saber por qué la realidad es como es. Y en esa búsqueda, los museos comunitarios se construyen sobre anécdotas y no tanto sobre los objetos en sí que puedan tener en su inventario. Esto, de alguna forma, los blinda del fetichismo que con frecuencia acompaña a los museos grandes. “Más que guardar y conservar tesoros, estos museos conservan saberes y consensos”, dice Camilo Castaño, uno de los curadores del Museo de Antioquia. Asistir a las transformaciones de la vereda y darse cuenta que los muchachos sabían poco de los juegos de infancia de sus padres y casi nada de la vida y el conocimiento de los mayores apuntalaron en Luz Dary la idea del museo. “Les dije a los pelados: cuando me muera ¿quién les va a contar la historia del Manzanillo”.

10 años lleva abierto el museo comunitario de San José del Manzanillo. Foto: Camilo Suárez Echeverry
10 años lleva abierto el museo comunitario de San José del Manzanillo. Foto: Camilo Suárez Echeverry

Los proyectos nacen en la mitad de otras cosas. Luz Dary recuerda el origen del Festival Entre memorias, el evento más importante del calendario del museo. Una tarde cualquiera de hace diez años, mientras ella se ocupaba de las labores de la cocina y hablaba con los jóvenes de su grupo sobre qué actividad podían realizar para atraer público al museo, uno de ellos mencionó las formas de divertirse que tenían los niños décadas atrás. La conversación siguió el curso hasta que a otro se le ocurrió el título Entre memorias. De un brinco, Luz Dary paró el corte de las verduras, fue a la sala y les pidió que escribieran el nombre. Desde entonces, el Festival se llama así y se realiza a finales de año, entre noviembre y diciembre: la fecha se ajusta a los asuntos del museo. Ese día se desempolvan los yoyos, valeros, catapis, bolas, pirinola, cuerda y los costales para competir en ellos. También se saca una olla enorme para preparar en la calle el almuerzo y repartirlo en la comunidad. “El Festival ya está en el plan de desarrollo del corregimiento”, cuenta Luz Dary.

Al final del recorrido por el museo, Luz Dary saca una bolsa con periódicos: cada vez que el corregimiento de Altavista o la vereda San José del Manzanillo son mencionados en la prensa, ella recorta la nota y la incluye en su archivo. Después muestra la tarea que en 2010 Valentina Luna Román hizo para la clase de artes de sexto grado. A partir de dibujos y letras, el trabajo escolar cuenta la historia de la vereda desde un remoto asentamiento indígena hasta el instante de su realización. En una actitud típica, la profesora le puso un tres a la estudiante por fallos en la ortografía y por no ceñirse a la recomendación de inventar el relato. Y ahí no paran los hallazgos: también extrae de una carpeta una carta sentimental que un visitante escribió y que quiso dejarle al museo “para la memoria de la comunidad”, se lee en el texto. Estas piezas contribuyen a darle forma a la identidad del corregimiento. “Uno en el museo se conecta con los campesinos y la historia de la vereda”, dice John Edwar Foronda, líder de la Corporación Altavista.

Los sueños y los planes no se toman un respiro. “Con tanto rico en Medellín, uno debería ayudarme a levantarle un segundo piso a esta casa”, dice Luz Dary. La lógica es simple: el museo ocuparía los cuartos del primer nivel y ella y su familia vivirían en el segundo. Mientras eso ocurre –o no– el museo comunitario de San José del Manzanillo sobrevive con el dinero de cobrar cinco mil pesos por la entrada de cada persona. La gente programa directamente con Luz Dary las visitas. A fin de cuentas ha sido ella quien ha encarnado la historia de un pedazo de Medellín. “Si no mantenemos viva la memoria, ella desaparece”, dice. Y tiene razón: bien visto, somos ese nudo entre la geografía y la historia.

Contexto de la Noticia

PARA SABER MÁS Los museos y la memoria

Los museos son los espacios privilegiados para pensar y hablar del pasado. En sus salones y exposiciones las comunidades guardan piezas de valor simbólico que tiene relevancia para comprender la historia y la cultura. Hay museos de arte –en los que se exhiben pinturas y esculturas de autores avalados por la tradición–, museos dedicados a dar cuenta de la vida de ciertos personajes –se les conoce con el nombre de museos biográficos– y museos que guardan objetos importantes para una institución y comunidad.

En el caso del museo de San José del Manzanillo son los mismos habitantes del sector quienes ejercer la curaduría y cuidan piezas que son importantes para entender las cambiantes relaciones entre el campo y la ciudad. En él es tan importante el objeto como el relato que le da un papel en la vida comunitaria.

Si quiere más información:

Ángel Castaño Guzmán

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

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